El lunes nos levantamos con la noticia de que teníamos que hacer una derrama para cubrir los gastos del último arreglo del ascensor, que, desde entonces, solo se para en los pisos impares. La cifra de la factura tiene más ceros que la nevera de los yogures sin grasa del súper y doña Monsi asegura que no le alcanza con las cuotas mensuales. La presidenta se parapetó detrás del hilo musical del edificio para reclamarnos el dinero. Si no pagábamos -y esto sonó a amenaza- dijo que se vería obligada a iniciar una serie de recortes muy duros.

-¿Recortes? ¿Pero qué más nos puede quitar la mujer esta? -se quejó la Padilla.

-La dignidad -apuntó Brígida, que ha entrado en un bucle de negatividad en su vida. Ahora, le ha dado por dormir con los ojos abiertos porque no le gusta la parrilla de programación de su sueño.

-Nosotros ya no podemos poner ni un euro. Mi mujer hace más carreras en las medias que yo en el taxi -se excusó Bernardo.

-Dentro de poco querrá que friegue las escaleras sin agua -comentó Carmela, que ha optado por volver a darles el pecho a las mellizas al comprobar el precio desorbitado de la leche para bebés.

-Bueno, ya está bien de tanta queja. Si no hay dinero, iremos a por él -interrumpió Eisi.

Al escuchar aquellas palabras, todos dimos un paso atrás. Temíamos que hubiese recaído. De hecho, las mellizas empezaron a llorar porque, de los nervios, a Carmela se le debió agriar la leche.

-Yo no pienso robar. Tengo una reputación -comentó María Victoria, y todos nos preguntamos a cuál se refería.

-Qué partida de prejuiciosos. No hablaba de robar, sino de algo legal. Por ejemplo, recaudar dinero con un mercadillo -nos explicó Eisi.

-Alabado seas, Señor. Lo has enderezado -comentó con los brazos al cielo el Padre Dalí, que no cabe en sí de gozo desde que se ha descargado una aplicación en el móvil para oír misa.

La idea del mercadillo nos gustó a todos y el martes montamos el tinglado en el portal. La idea era vender cosas personales que ya no usáramos. Carmela, experta en difundir chismes, se ofreció a correr la voz por el barrio. En menos de una hora, ya estábamos cada uno en nuestro puesto.

La Padilla bajó una lámpara de araña, llena de homónimas, un disco de vinilo de Georgie Dann, un secador de pie y otro de mano (los dos para el pelo). Úrsula decidió sacar todo lo que tenía en el armario del pasillo, pero tuvo una discusión muy fuerte con su hermana Brígida, que alegaba que desprenderse de cosas tan íntimas solo les traería años de mala suerte.

-Déjate de tonterías. Necesitamos el dinero. Y además, ¿dónde has leído esa chorrada?

-En una revista china que me dejó Xiu Mei.

-¿Y acaso tú sabes chino?

-No pero sé qué aspecto tiene la muerte y había un dibujo.

A las cinco de la tarde, Eisi abrió las puertas al público.

La expectación era máxima y el portal se llenó enseguida de curiosos, señoras y señores que buscaban alguna ganga mientras nosotros hacíamos lo imposible para convencerles de que arramblaran con todo.

-Qué lámpara más original -dijo una señora, al verla en las manos de Úrsula.

-Era de nuestro bisabuelo Facundo. Murió cuando se le cayó encima -explicó Brígida.

-¿Tú estás tonta? -le susurró su hermana manteniendo una sonrisa falsa para la señora.

En el puesto de al lado, el padre Fidel puso a la venta una sotana vieja y un bono para seis clases de catequesis. Frente a él, la Padilla vendía una colección de libros de cocina.

-Yo quiero eso -dijo un señor pero la Padilla le aclaró, enseguida, que Cinco Jotas no estaba en venta.

-Le doy 30 euros.

-Imposible, le digo.

-75.

-¿Es que no me entiende?

-100

-Que no.

-25.

-¡Hecho! -gritó Eisi, apartando a la Padilla de un codazo, agarrando al cerdo y entregándoselo al señor.

Nos quedamos incrédulos al ver cómo aquel tipo salía del edificio con el pobre animalito moviendo -los dos- sus lorzas.

-Seguro que se lo come -apuntó Brígida.

-Qué funesta eres -le recriminó su hermana.

-No creo que se lo haya llevado como hucha.

-Ahí tienes razón.

Una tristeza inmensa nos invadió a todos de repente.