Los nocivos efectos secundarios de la cita electoral del 26 de junio ya se están haciendo sentir. Como todo medicamento saludable, las elecciones tienen ciertas contraindicaciones para el cuerpo electoral. Es ahí donde deben encuadrarse las declaraciones del presidente del actual Gobierno y candidato del PP, Mariano Rajoy, de que el próximo ejecutivo que él presida procederá a bajar el impuesto sobre la renta de las personas físicas.

Viniendo de un partido que prometió bajar los impuestos y procedió a subirlos varias veces en su último periodo de gobierno de cuatro años, el asunto hay que tomarlo como lo que es: una promesa electoral. Que como decía Bécquer, es un suspiro que es aire de papeleta y se irá al aire de las urnas. Un buñuelo político contradicho por los diez mil millones que tendrá que ajustar el próximo Gobierno nada más poner el trasero en los presupuestos.

El PP nos vendió la burra de la curva de Laffer antes de ganar las elecciones, diciéndonos que una bajada de impuestos provoca un crecimiento de la recaudación. Pero luego, ya puestos, decidieron apretarnos las clavijas porque no tenían tiempo para sutilezas liberales y había que hacer caja. Nada hace pensar que en este caso estén dispuestos a cumplir su palabra. Entre otras cosas porque las agonías presupuestarias siguen siendo las que son. Seguimos gastando sesenta mil millones más de lo que ingresamos, con una deuda que nos come por las patas y un prestamista, la Unión Europea, que ya nos mira con mosqueo.

Pero aún con todo, las etéreas promesas económicas del PP -que se perfila como el partido más votado de los próximos comicios- no son las peores ronchas que está produciendo el 26J. La debilidad del liderazgo de Pedro Sánchez, que está librando su última e inútil batalla contra el destino, le acerca poderosamente a un peligroso territorio: el de las cesiones ante las reivindicaciones soberanistas de Cataluña.

Que el líder del PSOE haya anunciado un "pacto político con Cataluña", aún sin rellenarlo de contenido, establece un diálogo bilateral entre el Estado y una de sus partes, que es la gran novedad. No es un asunto baladí. Avenirse a la relación de igual a igual supone conceder el primer asalto a los partidarios de la secesión de Cataluña y su establecimiento como Estado soberano. Sánchez, como algunos otros ilusos bienintencionados, cree que es posible una tercera vía ente los que gritan "España una, grande y libre" y los que quieren romper el Estado. No es así. No hay un camino intermedio. Ya no es posible la política que Ortega defendía ante "la cuestión catalana", que era sobrellevarla. La desconexión y el proceso de independencia de Cataluña puede tener alguna estación intermedia, pero el final de la línea es un nuevo Estado.

Que el PSOE esté dispuesto a establecer un diálogo bilateral con una de las partes del Estado que proclama su firme voluntad separatista abre la puerta a que esa misma vía la recorran otros territorios que por razones históricas, sociales o geográficas así lo defiendan. Queda pues inaugurada la temporada española de saldos.