El que quiere de esta vida todas las cosas a su gusto tendrá muchos disgustos

Francisco de Quevedo

Todos hemos experimentado, en algún momento en nuestras vidas, esa desagradable sensación -como un dolor de estómago- que se llama desengaño. Tiene que ver con pérdida o expectativas no cumplidas. Y su efecto es todavía peor si es causado por alguien a quien queremos o apreciamos y nos falla.

Es una emoción que a veces da rienda suelta a la rabia y, en otras, a la apatía. Ambas llevan nuestra vida a un parón indeseable, dejándonos en un estado de shock que puede ser más o menos duradero.

Para poder controlar nuestra reacción a esta emoción tenemos, en primer lugar, que entenderla. ¿Nos ponemos a ello?

El desengaño viene cuando esperamos una acción o actitud determinada, y esta no se produce, o no lo hace en la intensidad o sentido que nosotros esperamos. Un buen ejemplo es un examen que o bien suspendemos a pesar de haberlo estudiado (al menos es lo que nos decimos) a fondo, o bien obtenemos un resultado mucho más bajo del que esperábamos.

En otras palabras: cuando las cosas van como esperamos, nos sentimos bien. Cuando no ocurre así, nos frustramos.

La historia se complica cuando el desengaño viene por parte de una persona en la que confiamos, o amamos. Esperamos que esta persona nos dé lo que esperamos y si no lo hace llega la frustración. Si ocurre en una relación amorosa o de amistad, y esto ocurre una y otra vez, el desengaño se apropia de nuestro ánimo. Y nos puede llevar a tomar decisiones irreflexivas de las que, quizás, nos arrepintamos en el futuro.

El desengaño se construye, generalmente, sobre una predicción. Y debemos ser muy conscientes de las bases de la misma. Si predecimos, sin tener en cuenta todas las variables, corremos el peligro de errar y, consiguientemente, sufrir un desengaño.

Esta es una reacción psicológica a un resultado que no cumple nuestras expectativas. Cuanto mayor es la diferencia entre lo que esperamos y lo que ocurre, mayor es la decepción. Y la tristeza que experimentamos cuando comparamos lo que ha sido con lo que creíamos -y queríamos- que fuese.

Esta sensación se complica o agrava todavía más cuando somos conscientes que no obtendremos nunca aquello que esperábamos. Lo que tenemos es lo que hay. Y no va a cambiar, por mucho que queramos que así sea.

La aceptación de esta realidad no es algo sencillo. Y es mucho más fácil enfadarnos y protestar por ello, que admitirla. El enfado nos permite seguir idealizando nuestro deseado resultado. Además de conseguir que nos distanciemos cada vez más de la realidad, la asumamos, nos entristezcamos, y sigamos adelante, con la lección aprendida.

Cuando esto se repite continuamente, esta disociación entre nuestro mundo ideal, en el que todas las personas y la sociedad en general actúan como nosotros esperamos -y queremos-, se agranda.

Así, nos metemos, inexorablemente, en un modo de vida de desengaño. Nada de lo que ocurra se adecua a lo que esperamos. Y llega el resentimiento. Ese estilo de vida envenenado, en el que el mundo se confabula para que no seamos felices y nos sintamos miserables.

El otro camino, el de la aceptación, es más complicado, no lo niego. Exige entender que las personas y el mundo no se van a comportar como nosotros esperamos por el mero hecho de que lo deseemos.

Si queremos que las cosas vayan como nos gustaría, no nos quedará otro remedio que ponernos a los mandos de nuestra vida y provocar que así sea.

Resumiendo, si queremos que alguien nos haga feliz, mejor le enseñamos cómo hacerlo. Y la mejor forma es con nuestro ejemplo.