La campaña política reiterativa que lleva viviendo España al menos desde 2010, cuando se produjo el epicentro del terremoto que llamamos crisis, nos ha traído algunas novedades imperiosas que han levantado ampollas y heridas e incomprensiones.

Una de esas cosas que no se comprenden muy bien es la burla a la que se ha sometido la herencia del Partido Socialista Obrero Español, a su historia y a su actualidad. A los que en el franquismo tuvimos ocasión de conocer en la isla a algunos socialistas que habían envejecido bajo ese régimen y que mantuvieron la llama de las libertades civiles que aprendieron antes de la República esa burla nos concierne porque nos desconcierta. A los que luego hayan vivido los años posteriores a 1982, cuando España conoció con los socialistas un desarrollo insólito, de las propias libertades perdidas pero también de los instrumentos del Estado del bienestar, no se les puede ocultar en serio la decisiva contribución del PSOE a la nueva historia de España.

Lo que ocurrió a partir de 2010, cuando el Gobierno socialista aceptó las órdenes de Bruselas y aplicó a la crisis una cataplasma radical en la que después profundizó el Gobierno popular, fue el inicio de una campaña que trató de desmontar no sólo al partido socialista sino el propio núcleo del cambio en España. La transición, que había sido un periodo concreto que dio paso a un consenso muy beneficioso para evitar entonces sobresaltos graves como el golpe militar de 1981, se puso en cuestión por parte de organizaciones jóvenes que en medio del tumulto del 15M hallaron el terreno abonado para demoler ese periodo breve pero decisivo de nuestra historia.

En esa demolición los que se burlan de la historia del país y por tanto de sus protagonistas principales han metido casi todo lo que ha pasado como si Adán viniera a habitar otra vez entre nosotros. Como ciudadano que también es periodista no me ha extrañado tanto que jóvenes que evidentemente no vivieron ni el franquismo ni aquel peligroso periodo posfranquista sino que colegas o políticos que conocen perfectamente en qué consistió aquel espacio cenagoso que la transición aclaró se sumaran a ese derrumbamiento.

Por esa razón he vivido estos últimos años de nuestra vida, desde 2010 a este momento, en medio de un desconcierto moral, cívico, e incluso profesional, que proviene del descubrimiento de la falta de generosidad con la que se aborda ese periodo decisivo así como el nombre propio, y el ejemplo, de socialistas a los que vi trabajar, sobre todo en Tenerife, desde una dignidad emocionante. Desde ese ámbito moral del recuerdo, desde ese reconocimiento a esos nombres propios que vivieron dedicados a los demás como si su propia vida no importara, muestro no sólo mi desconcierto sino mi rabia por ese desconocimiento adrede de la historia y de las dificultades que tuvo esa historia para abrirse paso en un país difícil, en un país escorado siempre hacia la burla y el insulto.

Esas personas, esos nombres propios, son Paco Afonso, el gran alcalde de mi pueblo, que vivió, y murió, con la ilusión de ayudar a los más necesitados, en un ámbito en el que hubo antes fascismo, burla del humilde, persecución del distinto; Alberto de Armas, senador, embajador, médico, que dejaba la consulta para atender a gente perdida y enferma en lugares remotos de la isla, y que como político puso su ilusión al servicio de la ingenuidad de su actitud de servicio; Domingo Pérez Minik, José Arozena, Arístides Ferrer, Pedro González, su hijo Pedro Zerolo, que aportó a la historia de los perseguidos la alegría de la libertad..., tantos personajes hacia los que guardo recuerdos tan emocionantes como los que tengo de mi padre, que no sabía de qué partido era, si anarquista o apolítico, pero que se murió consciente de que su vida hubiera sido peor, mucho peor, si aquel periodo que estuvo a punto de patinar en febrero de 1981 no hubiera encontrado luego la vía que ahora se somete a olvido y a burla en un país olvidadizo, burletero y botarate.