Mi buen amigo Juan Viñas, el mejor organizador de las Fiestas de Carnaval que ha tenido esta tierra, y por la que ha sido merecidamente premiado, me pide que escriba cosas de Santa Cruz entre los años 50 y 60, pues evocar y recordar es vivir.

Trato de hacerlo en los últimos tiempos, porque la memoria empieza a flaquear. Me ha costado bastante recordar el nombre de un emprendedor de la época, que tenía un bar donde servían unos güisquis que parecían tanques y al que acudíamos los amigos para ponernos en forma y después echarnos unos bailes. El establecimiento en cuestión estaba situado por encima de La Estancia, un restaurante de alto copete, que creo fue montado por un familiar de Borges Salas, a la sazón espléndido escritor en este mismo medio, y del que después fue dueño Juanito Rincón. El regente de aquel bar se llamaba Aguado, peninsular, hombre inquieto y muy creativo, pues años más tarde montó con mucho éxito la sala de fiestas Sáhara, en la calle La Marina. Allí acudí varias veces con mi señora, cuando éramos novios, pues además de unas preciosas vistas sobre la bahía, tocaban fantásticas orquestas y el local tenía un aspecto muy elegante. El hombre sabía hacer bien las cosas. Se acordó de su nombre mi cuñado Chicho, y también me recordó otro establecimiento en la misma calle, El Chino, regentado por Enrique y que también ponía el güisqui con unas piedras de hielo hechas de soda de calidad y un pincho de tortilla muy sabrosa para acompañar.

Había muchas más salas de fiesta en la ciudad, como Tropicana, en la zona del Parque Recreativo. Se hizo muy famosa, y su dueño era un italiano llamado Albiani, que vino a Tenerife a rodar una película titulada "El reflejo del alma". En dicho telefilme trabajó como secundario Francis del Rosario, cuya esposa, Petra, falleció días pasados (d.e.p.). Francis era un buen actor y de estirpe escénica, pues su padre, Jacinto, fue escritor, actor, director y comediógrafo. Ambos eran sastres en una tienda en la calle Castillo, una sastrería famosa por sus tertulias culturales. Les tenían mucho aprecio.

Volviendo con el italiano, también montó otra sala con éxito: La Bella Napoli. Allí hice buenas migas con Renato Carosone, el de la famosa canción "Americano, americano...", cuando estuvo actuando allí. Gran creativo y con mucha labia, que consiguió enamorar a una espléndida y bella mujer de una familia ilustre de La Orotava, los Rodríguez Franco, comerciantes y plataneros. Después se separaron, y ella llevaba una tienda de ropa de alta calidad en Villalba Hervás. Él desapareció de Tenerife y nunca supe dónde fue a parar. De ella sé que sufrió la pérdida de un hijo, a quien se negaba comprarle una moto, y justo cuando cedió, tuvo un desgraciado accidente en el que murió. De su familia sí guardo gratos recuerdos, pues ya comenté en otra ocasión que tenían un almacén de víveres, con cuyo encargado de compras, Hilario, que falleció hace años, tuve una muy buena relación comercial.

Por aquella época también había muchos cabarets. Frente a Litografía Romero, en la Vuelta de los Pájaros, en La Cuesta..., la mayoría presentaban buenos espectáculos, pero no estaban al alcance del bolsillo de un trabajador. En general tenían cierta mala fama, claro que comparado a lo que existe hoy en día, aquello era agüita de manzanilla. Algunos hombres se perdían, se enamoraban de alguna mujer y perdían hasta la cartera. Una vez, mi jefe hizo un buen negocio de aguas con un señor del sur, y este se empeñó en llevarnos a divertirnos al de La Cuesta. Casi cierra el cabaret, se gastó en champán y jamón un pastón, lo ponían a precio de oro. Era un hombre enorme de dos metros, y más de cien kilos, simpático, se reía sanamente, y dejaba que las chicas se le sentaran a pares en las piernas. Les hacía como si fueran en tranvía, moviéndose de un lado a otro. El caso es que nunca lo vi borracho, pero daba generosas propinas. Le teníamos aprecio, pues era un buen hombre, campechano, sano y, sobre todo desprendido. Entonces tenía algo más de 20 años, y me quedé con ese recuerdo, el de un ser entrañable.

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