Seis meses después de que Salvador Alba, el juez que sustituyó a Victoria Rosell en la causa contra Miguel Ángel Ramírez, impusiera al empresario más polifacético de Las Palmas (seguridad, limpieza, medios de comunicación, importación de coches de lujo, Unión Deportiva, hospicio para políticos retirados...), seis meses después, digo, de que Alba le colgara a Ramírez una fianza de 35 millones de euros para responder por un delito fiscal de 13 millones, la fianza ha quedado reducida a solo tres. La jueza Vallejo, que se ocupa ahora del procedimiento sustituyendo al sustituto Alba, ha decidido que para hacer frente a las responsabilidades de Ramírez por el -ejem- presunto delito de convertir en dietas que no tributan las horas extras de sus trabajadores, basta con aportar una fianza de tres millones de euros, que el empresario podrá depositar en avales bancarios.

No es la primera reducción de aquella fianza salvaje que Alba le metió a Ramírez nada más entrar en el juzgado. El propio Alba se vio obligado a reducirla a la mitad, 17 millones, después de un recurso de Ramírez que demostró que Alba había contabilizado dos veces las cantidades defraudadas al fisco, una como horas extras no pagadas y otra como cantidad reclamada por Hacienda. Un trabajo fino.

Pero la clave de esta escandalosa historia de la fianza menguante está en la famosa grabación de Ramírez al juez Alba, en la que éste le propone construir una causa contra la Rosell y le ofrece revisar la fianza. Para convencer a Ramírez de que colaborara en ese montaje, no venía nada mal pasarlo primero por la parrilla de esos 35 millones que habrían liquidado un grupo empresarial con miles de empleados. ¿Por qué jugó Alba tan fuerte esa mano? ¿Cómo se pudo atrever a forzar las cosas hasta tal extremo? Supongo que se juntaron el hambre con las ganas de comer: una extraordinaria animadversión a la jueza podemita, una conocida proximidad al entonces todopoderoso ministro Soria, y la percepción de impunidad total que caracteriza a muchos jueces en el ejercicio de sus funciones.

Ahora, Ramírez tiene un respiro: no sólo puede cumplir su acuerdo con la Seguridad Social para devolver el dinero que dejó de pagar y salvar así su tinglado empresarial, sino que -si es hábil y sigue administrando bien su buena relación con los medios- pasará a nuestra historia conventual como un héroe que se atrevió a plantar cara a un juez. Pero Ramírez no es ni mucho menos un héroe. Es un tipo muy listo, desde luego, y sin duda los tiene bien puestos, pero es también un empresario que hizo trampa para pagar menos y -sobre todo- es alguien con los recursos, la preparación y los contactos para poder revolverse frente al abuso de una justicia contaminada.

Asusta pensar que otras injusticias -de menor dimensión económica, pero más sangrantes aún-, fruto de la desidia, la estupidez o la inhumanidad de los tribunales, las sufren todos los días pequeños empresarios, un taxista, una peluquera, un ciudadano del montón, el propietario de una vivienda que firmó una compra abusiva. Y que no han podido o no han sabido defenderse. Y lo han perdido todo. Y nadie sabe de ellos.