Ya lo saben, las malas noticias vuelan: Fernando Estévez, profesor de Antropología y coordinador del Museo de Historia y Antropología de Tenerife, murió hace unos días. Se lo llevó un cáncer fulminante, sin darle tiempo siquiera de llegar al Congreso de Museos de Canarias, un proyecto importante que presentó con Miguel Ángel Clavijo hace apenas un par de meses. Su intervención en aquella presentación fue probablemente su última aportación a la museística, la antropología y la canariedad. Porque Fernando era, por encima de cualquier otra consideración, un hombre preocupado por hacer país, uno de esos nacionalistas consecuentes, con discurso y objetivos, con una agenda práctica y sin más pájaros en la cabeza que los que él mismo había elegido colocar dentro. Pájaros que le permitían volar libre de pensamiento y de pretensiones, amarrado a una voluntad de dejar huella con lo que hacía, con sus aportaciones académicas, su diario estajanovismo en el MHAT, su activismo, construido a medias entre el compromiso y el entusiasmo. Era un tipo enorme y sencillo, un filósofo apasionado por la interpretación de lo cotidiano y sus raíces, un pensador omnímodo, capaz de hincarle el diente a casi todo, con una cabeza prodigiosa y una humildad a prueba de todas las vanidades.

Era Fernando, para mí, la cabeza mejor amueblada y más influyente de la antropología canaria, alguien capaz de remover hasta los cimientos el discurso tradicional y complaciente que sus predecesores y coetáneos habían construido sobre la población aborigen, la raza y la identidad, y despachar con extraordinaria lucidez e ingenio cuatro siglos de invenciones y magias. Su tesis doctoral creó escuela. Lo hizo aquí, en Canarias, pero también fuera. La historiografía de esa región, la relación de nuestros historiadores con el estudio del pasado, es hoy muy diferente gracias a que un antropólogo con mimbres de historiador se atrevió a poner en cuestión los discursos y mitos instalados en el imaginario colectivo.

A pesar de ello, a pesar de su empuje intelectual, del millar de personas a las que formó en la universidad, a pesar de su talento y su incansable dedicación a exponer, a narrar, a explicar el mundo, jamás recibió Fernando un reconocimiento público oficial. Quizás eso tenga algo que ver con el hecho de que solo reciben el aplauso quienes de verdad lo buscan, y él no lo persiguió nunca. Vivió todas sus vidas en una suerte de lucidez amable, un poco burlona, esa paz suya, a veces sosegada y otras inquieta que parecía tener que ver con el conocimiento, pero probablemente tenía más que ver con la aceptación, que es otra forma igualmente importante del saber. Asombra que siendo un activista -y un activista irreductible- entre su cuadra de amigos hubiera gente que pensaba no ya distinto que él, sino incluso lo contrario que él, y fueran capaces de entenderse y disfrutar llevándose la contraria.

En la hora triste de su muerte, este tiempo de inútiles homenajes a destiempo, uno recuerda de Fernando lo que de verdad lo definía: sus juegos malabares con la palabra, su pasión por los fantasmas, su pelea continua con la ausencia. Su amor por lo que ya no está y por el rastro que nos deja lo que deja de existir...