En El Hierro, su capital, Valverde, se encuentra acostada sobre una pendiente protegida hacia el mar, que lejano se divisa por la montaña de la Esperdita y por la del Pico, llamado de los Muertos, que está enclavada entre la ermita de Santiago y la Hoya del Juez. Y por arriba saliendo del barrio del Cabo y mirando a Tesine, el imponente macizo de los Lomos, que se estrangula en su expansión hacia el suroeste por la montaña de Ajare.

Ajare no es la montaña mágica de Thomas Mann, porque ella no recuerda el sanatorio de Wald de Davos, donde procuraba curarse su esposa, Katia. Ajare para los herreños, y más aún para los habitantes de Valverde, es una montaña mágica por algunas razones que la historia ha puesto en evidencia.

Por allí aparece en su peregrinar la patrona de la isla cada cuatro años, y por allí, el año 1740, tras una pertinaz sequía que motivó que se trasladase esa imagen desde La Dehesa hacia la villa por ver si ante la desesperación de sus habitantes pudiera acontecer ese fenómeno atmosférico que regara la isla del agua deseada. Y así fue. En Ajare, cuando llegó la comitiva empezó la lluvia torrencial.

Desde los tiempos de juventud siempre Ajare estaba ahí, y cuando con la mirada se intentaba trasponer al sur pasando por San Andrés, se interponía y llamaba siempre nuestra atención, sobre todo su eterno verdor.

Cuando la isla permanece seca por la escasez de lluvia, cuando Valverde, a pesar de los Alisios, está igual, Ajare no perdía el esplendor de un verdor imperecedero que jamás vimos palidecer.

Ajare sigue siendo una montaña mágica que festonea el borde de la villa de Valverde. Le da raigambre a la vieja Amoco y que, según nos cuentan, fue tiempos atrás toda frondosidad de un bosque esplendente del que solo queda como recuerdo sempiterno Ajare.

Cuando respetando sus silencios de años la contemplamos, sentimos en la memoria el impacto grato que desde el viejo campo de fútbol de San Juan nos la encontramos como vigía de los días de la villa con su trajín, con las idas y venidas de la gente por sus calles y viejos caminos

Y, sobre todo, con sus silencios en las tardes ya solitarias de ausencias veraniegas y en los amaneceres recreados por las ilusiones de una juventud que sabía contemplar lo que la isla tenía y de lo que era capaz de darnos.

Y cuando deseábamos acercarnos hacia ella, a esa montaña mágica, nunca se nos ocurría, aunque lo deseábamos, meternos dentro de ella y corretear entre sus brezales, porque teníamos la sensación de que nos vigilaba, de que Ajare era para sí misma desde siempre, desde su historia de años que no queríamos ni podíamos interrumpir.