Mientras una buena parte de los españoles están de vacaciones, merecidas seguramente, el panorama político español está, una vez más, estancado; como si el ejercicio de la responsabilidad política fuera una cuestión de deshoje de la margarita. Hasta hace poco tiempo, antes de la crisis, la política era una cuestión marginal para la mayoría de los ciudadanos: los políticos se dedicaban a sus cosas -ahora sabemos que algunas de ellas eran despilfarrar cuando no directamente robar el dinero público-, utilizando el cargo para beneficio propio, de sus familiares y allegados; legislar un poco y conceder dádivas a diestro y siniestro para mantener contento al personal.

Y el personal iba a lo suyo porque todo aquello no le afectaba directamente, al menos eso creía: tenía su casa con su respectiva hipoteca, su trabajo, sus prestaciones, pagaba sus impuestos y poco más: vivía y dejaba vivir. Hasta que vino la crisis y, aparte de la famosa burbuja inmobiliaria y bancaria, nos encontramos de pronto con que habíamos contribuido a una burbuja mucho peor de asumir, que era (y es) la burbuja política: aquella que nos indica que muchos -demasiados para poder soportarlo con cierta dignidad y falta de culpa- de los políticos que se supone que habíamos elegido para que administraran nuestros impuestos y nuestras haciendas, con políticas acertadas, eficaces, justas y equitativas, se habían transformado en verdaderos "tahúres del Misisipi", sin más causa que desplumar los votos y posteriormente los bolsillos de los incautos.

Pero la crisis nos trajo también un revulsivo social que quiso conducir su indignación y su perplejidad a través de nuevos cauces políticos que se transformaron en nuevas siglas -demasiadas tal vez- que sólo han servido para demostrarnos en tan sólo unos pocos meses que "la casta política" no entiende de edades, colores o ideologías, sino que una vez imbuidos de las prerrogativas del cargo, todo se ve de otro color y el tiempo comienza a caminar a otro ritmo que el de la mayoría de los ciudadanos. Y poco a poco se olvidan de asumir sus propias responsabilidades jugando con el tiempo de los demás para asegurarse un presente próspero y prometedor.

Y mientras tanto, el tiempo se nos acaba. Si Dios y el sentido común no lo remedian, vamos encaminados a unas terceras elecciones. Y aunque en las segundas ya se dijo aquello de que "los españoles no nos lo merecíamos", parece ser que no hay dos sin tres. Es como si dejando pasar el tiempo las cosas se fueran a solucionar por sí solas. Y no es el caso: hay que aprobar los presupuestos, el techo de la deuda, revisar el fundamento de la supuesta solidez y estabilidad de las pensiones, bajar el paro, controlar el déficit, reducir el gasto público, convencer a Bruselas que no nos deje sin los fondos estructurales o meter en cintura a las comunidades autónomas para evitar que sigan despilfarrando el dinero público, entre otras muchas prioridades.

Y mientras todo esto sucede, nuestros políticos siguen silbando al viento mientras viven en una pura contradicción personal e ideológica, diciendo que ellos no quieren unas terceras elecciones pero que a la vez no están dispuestos apoyar al partido que ha ganado las elecciones para que forme un gobierno. Y el tiempo corre... en nuestra contra; porque de no llegar a ningún acuerdo en tiempo y forma vamos a perder todos; bueno, todos, menos ellos, que siguen con sus políticas posturales negándoles a la sociedad civil su verdadero valor y protagonismo.

La sociedad civil, por su parte, debería exigir las responsabilidades no asumidas de una forma más elocuente, contundente y eficaz, aunque sea en vacaciones desde el borde del mar o desde la falda de una montaña, porque evitar esta debacle que se nos avecina es, en parte, compromiso de todos; porque la única forma de asegurarnos un buen futuro para todos es manejar con acierto el presente.

macost33@gmail.com