No tengo ni idea de dónde viene esta denominación, pero supongo que esta verdura con tantas variedades y usada habitualmente desde tiempo inmemorial es de procedencia romana. Cuando tenía 17 años mi abuelo la plantaba en un bonito huerto que teníamos en la parte trasera de la casa familiar en La Higuerita. Lo cuidaba con mimo y sembraba nuevas variedades que encontraba en La Casa de las Semillas, tienda situada en la Rambla de Pulido. Había cilantro, perejil, coles, acelgas, zanahorias, rábanos, tomates y, por supuesto, lechuga. También había árboles frutales: naranjos, limoneros, manzanos, perales, albaricoqueros, melocotoneros..., un vergel de olores deliciosos. Los canteros estaban separados con callados de playa y culos de botellas y latas. Dos o tres veces en semana cargaba a las siete de la mañana con una gran cesta de frutas y verduras para una feligresa que después lo vendía en un mercadillo en La Cuesta, y por el transporte me pagaba dos pesetas y me invitaba a churros con chocolate. Una peseta la guardaba, y la otra la utilizaba para volver en la guagua, pues bajaba a Santa Cruz caminando por La Cuesta Piedra, General Mola, Ramón y Cajal, San Sebastián y Puente Serrador hasta la oficina en José Murphy. Recuerdos imborrables que me quedan de un abuelo algo gruñón y una abuela que era una santa.

Esta introducción es para hablar del campo, pues creo que su situación es crítica, como me ha recordado mi buen amigo y compañero Máximo Chávez, quien tiene ahora la responsabilidad de continuar con la labor de la zarzuela y lograr que no se convierta en pieza de museo. Resulta que una tarde aprovechó para ver en qué estado estaba la finca de su padre en Ravelo, y se quedó perplejo por el abandono. La avanzada edad no permite a su progenitor seguir trabajando la tierra, y nadie quiere ocuparse de ella, pues cada uno tiene bastante con sus cosas. Su niñez y juventud transcurrieron en ese paraje, saltando y brincando entre los árboles y jugando al escondite en el cuarto de aperos. Al fondo de la finca está la vivienda, pero de la tierra plantada de papas, verduras y fruta no queda nada, los hierbajos arrasan el terreno y salvo a algún castaño al que le permiten madurar, porque la zona es fresca y húmeda, la tristeza asola el campo. La situación es la misma en toda la zona colindante, pues ya nadie quiere dedicarse a la agricultura y las tierras son abandonadas. Entre los caminos y veredas sí que se ven senderistas y paseantes a caballo, pero la sensación de abandono y los rastrojos apilados en la mayoría de medianías de la isla son muy peligrosos para esta época de calores terribles, y para que se produzcan terribles incendios, como el lamentable suceso por imprudencia ocurrido en La Palma. Hay que ir con los ojos bien abiertos y evitar que a algún desaprensivo se le vaya la mano, pero sobre todo prevenir y hacer caso a los expertos como Wladimiro Rodríguez Brito, uno de los hombres que más sabe de nuestros campos. El hábitat es responsabilidad de todos, no solo de los gobernantes y responsables políticos, sino del pueblo llano, de los vecinos de cada municipio y de esa mano de obra, que parece que nació cansada, sin fuerzas y siempre se lamenta de su mala suerte sin actuar o intentarlo primero.

Puede que el formato de minifundio sea la causa del abandono, para hacer negocio se necesitan extensos campos, y nuestras islas están llenas de pequeñas parcelas. Sin embargo, es esa característica la que nos distingue de otras islas. Un pequeño trozo de terreno no da para vivir, pero una buena Ley de Suelo que beneficie a los agricultores frente a la construcción puede ayudar a recomponer la situación. Las ciudades crecen de una manera y el campo de otra.

Así que esos paseos, querido Máximo, con tu compañera Sofía, solo ayudan a respirar aire puro y disfrutar de la compañía. La tristeza al ver el estado en que está el campo seguirás sintiéndola. Comparto tus sensaciones porque las siento como propias, y espero que mis palabras lleguen a algún lado, desde esta humilde atalaya seguiré dando la lata para que así sea.

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