El cuartel de la Guardia Civil en Tijarafe, La Palma, estaba ubicado en 1955 en una casa particular terrera de dos plantas en la calle Real, próxima a la Iglesia, el Ayuntamiento y la Escuela, una construcción antigua cuyo patio trasero con cristaleras daba hacia atrás a la carretera general, tan pequeña que no era casa cuartel, solo cuartel, dotado de un cabo y cuatro guardias civiles, si bien creo recordar que solo tenía vivienda el cabo. Mi padre, natural de San Isidro (Breña Alta), y mi madre, de Velhoco (Santa Cruz de la Palma), hacía poco tiempo que habían llegado a Tijarafe desde Gran Tarajal (Fuerteventura), con la ilusión de acercarse a sus familias. Con mi hermano y yo vivíamos en una casa terrera de teja muy modesta de una planta por debajo de la carretera general, alquilada, con cocina de leña, calderos ennegrecidos, wáter rudimentario, sala recibidor y una habitación más amplia, en la que, en camas diferentes, separadas por cortinas, por un lado dormían mis padres y en la otra con mi hermano. Había amplia cueva y aljibe, y aunque en invierno, con las lluvias, teníamos que movernos dependiendo por donde cayeran las goteras, no nos podíamos quejar, dada la pobreza y precariedad en la que, en general, salvo contadas excepciones, vivían los vecinos del pueblo.

Yo quería mucho a mis padres, y estaba muy orgulloso del trabajo como guardia civil, al que admiraba tanto que siempre que podía procuraba estar en el cuartel con él. Me hablaba del honor y me insistía para que estudiara. Fue capaz de compatibilizar un trabajo tan duro con el cariño hacia mi madre, encargada de las labores de la casa. En aquella época los guardias vivían en plan familiar, y los hijos entrábamos y salíamos de la oficina con naturalidad, siempre que no hubiera jefes. Me llamaba la atención la mucha gente que entraba y salía del cuartel, y yo aprovechaba para enterarme de las conversaciones y acontecimientos que se producían en el pueblo, además de que estaba atento a lo que mi padre le contaba a mi madre al llegar a casa.

Solía sentarme cuando mi padre estaba de guardia de puerta en la acera delante de la entrada principal, así lo acompañaba, oía sus consejos y le hacía muchas preguntas. Los casos de suicidios de ahorcados o por envenenamiento no sé si eran o no frecuentes, pero al oírlos contar me impactaban tanto que los sobredimensionaba y me producían temor.

Con siete años, pasadas las ocho de la tarde, sentado junto a mi padre en la acera, que estaba de puerta, vi llegar muy deprisa a una mujer muy alterada con un traje largo y revólver en mano, que inmediatamente entregó a mi padre, junto al que se refugió, al mismo tiempo que la introdujo dentro de las oficinas. Salí corriendo a mi casa y se lo conté a mi madre, que con este tipo de sucesos sufría muchísimo. Luego supe que dicha mujer había disparado a su exnovio por una cuestión muy complicada y controvertida de amor desamor, siendo trasladada al día siguiente a la cárcel de Los Llanos de Aridane y puesta a disposición del Juzgado de Instrucción.

Fue tal la conmoción que sufrí que soñaba con la mujer y el revólver, vomitaba la comida, sobre todo si era de color rojo, comencé a adelgazar, faltaba a la escuela, y los esfuerzos del médico titular resultaban tan vanos que decidieron mis padres llevarme a El Jesús a una curandera, doña Eduarda, cosa que recuerdo que me encantaba porque me acostaba boca arriba, colocaba una vela encendida y una moneda en mi ombligo, me embadurnaba con aceite, y entre rezados y caricias me daba unos masajes en todo el abdomen que me producían relax y adormilamiento. El problema continuó cierto tiempo, tanto que mi padre solicitó traslado a Tenerife y, efectivamente, nos vinimos a Granadilla.

Estas cosas se las conté en el quiosco de la plaza de Los Llanos de Aridane a un inquieto escritor palmero, mi amigo Marcelino Rodríguez Martín, investigador de este y otros acontecimientos malditos del siglo pasado en Tijarafe, autor de la novela "La fuerza de la maldición", que advierto al lector que si la empieza no parará hasta acabarla.