Los intelectuales de mayor prestigio advertían en 1931 que el modelo del Estado español había llegado a su punto de putrefacción. Apenas un año más tarde la realidad les daba la razón, con la caída de una Monarquía incapaz de servir al conjunto de la nación. Empero, los males de España demostraron ser resistentes al cambio de régimen. La efímera vida de la República también estuvo azotada por los vendavales de la algarada, del desorden, de la incapacidad de toda una sociedad para superar sus discrepancias de manera constructiva. El propio Gregorio Marañón denunciaba año y medio más tarde que la vida de la República estaba amenazada no por la lucha entre derechas e izquierdas, sino por la rivalidad entre energúmenos y hombres sensatos. La hiel de España, que corroyó el régimen monárquico, seguía carcomiendo la nueva y esperanzadora etapa republicana. Ese y no otro era el problema. Los energúmenos eran -y son- gente furibunda, fanática, que quiere conseguir a toda costa sus fines, sean cuales sean: la independencia de una comunidad, el triunfo de un candidato o la salvación de las ballenas violetas.

El diálogo de sordos en que se ha instalado la política española es un brote de esos humores que han emponzoñado siempre nuestra historia. Los partidos no son una herramienta al servicio de la sociedad, organizaciones ideológicas que trabajan por definir un modelo de convivencia, sino estructuras al servicio del aparato dirigente y de sus intereses personales y carreras políticas.

Discernir la hipocresía de todos no es difícil. Unos y otros, por riguroso turno de estupidez, hacen las cosas que critican en los adversarios. Todos están afectados por la misma aluminosis mental, por una similar falta de credibilidad, abocados al efectismo mediático, al postureo y al teatro en que han convertido la política. Quieren el poder para manosear la justicia, para imponer sus visiones sectarias de la vida; visiones que no están dispuestos a negociar con nadie porque no declinan el verbo transigir en ningún tiempo. Esto no va de conseguir el mejor gobierno para los españoles, va de conseguir el poder o de impedir que otros lo tengan.

Es el mismo percal que la propuesta de modificar las leyes que nos permitan acortar la campaña de unas futuras terceras elecciones. Dicen algunos que la chapuza de acomodar la ley a las conveniencias excepcionales de esta panda de inútiles pretende evitar a los ciudadanos la incomodidad de ir a votar el 25 de diciembre. Es falso. Lo que no quieren es que la gente, cabreada, vaya el Día de Navidad a votar masivamente por un determinado partido. O decidan mandarles a todos a freír puñetas y se queden en casa.

Hacer lo que se critica a los demás, cambiar arbitrariamente las reglas de juego para ir solucionando los problemas puntuales a salto de mata, confrontarse desde el rencor y la trinchera... Todo esto son síntomas del comportamiento de los energúmenos. La frivolidad con que actúan estos partidos, con la amenaza independentista avanzando como un tren de mercancías, es de una irresponsabilidad que asombra.