Hay algo siniestro en la mirada acerada de Pedro Sánchez después de conducir a su partido a una catástrofe sin precedentes. Da la impresión de sentirse seguro de lo que ha hecho, firme en sus convicciones, decidido a llegar hasta el final. La mirada de Pedro Sánchez da miedo. Parece la de alguien a quien le importa un bledo que el mundo se hunda, con tal de tener él razón. Es la mirada de un héroe dispuesto a inmolarse, la de un mártir decidido a resistir tras las murallas sabiendo que la ciudad va a ser arrastrada al olvido tras remover la última de sus piedras. Es la mirada de un kamikaze, alguien tan convencido y tan seguro y tan pagado de sí mismo que prefiere la destrucción mutua a la retirada.

Habrá quien piense, dentro de las filas socialistas y también fuera de ellas, entre esos millones de personas de este país que creen que ser de izquierdas es más decente que ser de derechas, y más importante que ser demócrata, que crean a pies juntillas que a Pedro Sánchez le asiste la razón, que su posición es la correcta, y que su fiera oposición a tolerar por acción u omisión que España tenga un gobierno del PP es fruto de una convicción progresista, de un compromiso con los más desfavorecidos, de una voluntad de cambio social o lo que sea. Ni siquiera voy a entrar a discutir esa creencia, que es un acto de fe, y por tanto algo no sujeto a debate. Cada cual que piense lo que considere oportuno o lo que su experiencia y su criterio le permita creer o sentir. Yo quiero más bien llamar la atención sobre otra cuestión, que es la triple responsabilidad de un líder político con el proyecto al que representa, con los ciudadanos de su país y con las instituciones y mecanismos de la democracia.

Es innegable que en unos pocos años, bajo la dirección de Pedro Sánchez, el PSOE se ha partido en dos mitades que parecen absolutamente irreconciliables. Si algo así ocurre en una empresa, en un equipo de fútbol, en una filarmónica o en una facultad universitaria, el veredicto general suele ser que quien dirige el cotarro -sea un gerente, un entrenador, un músico o un decano- debe asumir sus responsabilidades. Pedro Sánchez ha demostrado su incapacidad para mantener unido su partido. Si ganara el pleito interno que se ha creado bajo su mandato, laminaría a sus críticos y desgarraría el PSOE de manera irreversible. Me pregunto qué ocurriría si un día llegara a presidir un Gobierno. ¿También permitiría que se rompiera el país?

Dudo que un tipo que es incapaz de calmar las pasiones desatadas entre los suyos, que ha demostrado su tendencia al cabildeo (de Ciudadanos a Podemos y tiro porque me toca), su preferencia por el posibilismo frente a la ideología (un día aparece bajo una gigantesca bandera española, otro negocia que Bildu y Esquerra le permitan gobernar), un señor que prefiere la inmolación de Numancia a la paz de Breda, tenga capacidad para gobernar para todos los españoles. Si ha llevado a su propio partido al desastre, si prefiere que el PSOE se convierta en algo testimonial antes que entregar las llaves, entonces es que este tipo es un peligro público.

Y yo no quiero al frente de mi país a alguien inempático, alguien incapaz de sentir ni un asomo de duda sobre sus métodos y objetivos, alguien tan extremista e irresponsable que es capaz de tirar por la borda el pasado del PSOE, y su discurso moderado (el mismo que permitió los grandes avances sociales y la modernización de España durante la década de los 80) sólo por seguir en el machito, por mantener el coche con chófer y un puesto de trabajo. No quiero al frente del PSOE a un tramposo capaz de mentir a los afiliados -y a los ciudadanos- diciéndoles que un Gobierno de izquierdas en España es posible cuando las cuentas no salen. No quiero que quien gobierne a mis compatriotas sea alguien que contemple al futuro con la mirada de un perturbado.