La mañana sonaba diferente, en clave de sol, como también lo era romper con la liturgia al uso y asistir a un concierto de música clásica un domingo al mediodía. Acaso la ciudad quiso despertarse así, vestida de azul claro, con el propósito de anunciar de esa manera tan diáfana el estreno de la Sinfonietta en el teatro Leal de La Laguna, desde ahora su casa y el lugar de residencia de una orquesta que representa a un conjunto convencido en la idea de armonizar un proyecto musical y por tanto humano, marcado por una desbordante y fantástica ilusión que ambiciona permanecer y acompasarse en el tiempo y, más allá de coloraturas, al menos desde su obertura mostrar un sonido honesto y profundamente limpio.

Vaya por delante que los estrenos tienen mucho de tanteo, de reconocimiento mutuo y también hasta de cierta improvisación consentida. Quizá por esa razón faltó que este primer encuentro se hubiera convocado con algo más de atención previa, se hubiera voceado con mayor amplificación para que los músicos se sintieran algo más arropados, sobre todo por parte de los principales responsables municipales, tratándose de una iniciativa de carácter público y pionera en Canarias. Pero las adhesiones resultaron firmes y los aplausos calurosos, mientras los errores, excusables, bien valen para ir in crescendo. Porque la orquesta está en proceso de construcción, se está empastando y tiene por delante un margen inmenso de mejora y crecimiento, un proceso que su público también debe ir viviendo en paralelo. Lástima de algunos "solos" de portazos en la zona de palcos que rompieron el ritmo de la interpretación, sobre todo en el segundo tema, o de quienes no cuidan los detalles precisos y poco o nada hacen porque irrumpan de cuando en cuando los "desafinados" sonidos de móviles, de agitadas pulseras y otros "instrumentos" que en ningún caso figuran con voz en la partitura. Una evidente falta de educación... musical.

El programa, bien atemperado, comenzó con la "Serenata para cuerdas op. 48" de Tchaikovsky, pieza que el maestro ruso concibió en homenaje a Mozart y ejemplo de evocación romántica. La intensa expresividad de las cuerdas, los acordes de violas y violines, pusieron al auditorio en condición de escuchar y del primer movimiento pasar a un hermosísimo vals, lleno de gracia, que pareció andar de puntillas, casi flotar, y de ahí a la elegía, las melodías alternándose y la orquesta gustándose para rematar con un final retomando el tema ruso.

La segunda parte del concierto se abría con la "Sinfonía Veneziana en Re mayor" de Antonio Salieri, Traer a este autor, triste e injustamente apartado y pocas veces programado, representó un desafío y un acierto. La sala se intentaba contagiar del ritmo vertiginoso y frenético, pero entre portazos y ruidos fue complicado interpretar. El gesto amargo del concertino al término de la ejecución resultaba revelador.

Pero allí estaba Mozart con su "Sinfonía 29 KV. 201 en La mayor" para devolver los espíritus a su lugar y con esta pieza, escrita para pequeña orquesta, retomar la delicadeza. Suspendida en la mano derecha del director, Gregorio Gutiérrez, la batuta prolongaba el compás como lo hacían los arcos, mientras con su mano izquierda señalaba entradas, marcaba matices, impulsaba intensidades... El minué acentuaba tanta ternura y pasión, los vientos, los juegos rítmicos y un final con aplausos, reverencias, saludos y sonrisas.

La Sinfonietta dio la primera nota.