Francisco Correa, cerebro y cabecilla del tinglado empresarial de la trama Gürtel, se ha pasado dos días ejecutando con extraordinaria precisión el guión que el sistema judicial le había asignado. Si alguien tenía alguna duda de que su comportamiento respondería a un pacto con la fiscalía, su pasmosa serenidad y su educado cinismo durante toda la declaración, de la que depende una condena de más de un siglo de cárcel, desmonta cualquier duda al respecto: Correa ha pactado su declaración. Ha optado por no incorporar a nuevos actores, lo que permitirá evitar el estropicio procesal de tener que repetir las vistas (algo que detestan los jueces y fiscales) y se ha limitado a declarar exactamente lo que ya sabíamos -ahora en sede judicial-, a incriminar a quienes ya están incriminados, y a repetir que Aznar no estaba al tanto del dinero que facturaban sus empresas, y que todo acabó cuando Rajoy se hizo cargo del Partido...

Pocas sorpresas, pues, en una declaración de diseño, recortada de todo lo accesorio o sobrante para esta concreta causa, con el cuidado con el que se recortan las ramas de un delicado bonsái, y construida con la intención de convertirla en un eficaz cortafuegos. Un cortafuegos que permite un juicio social y mediático al PP de la época de Aznar -dejando a Aznar al margen, por supuesto- o incluso más allá, pero limitando las denuncias a territorios ya esterilizados por el exceso de la corrupción, como Valencia o Madrid. Y -sobre todo- un cortafuegos que salva a Rajoy y permite a sus propagandistas presentarlo como una suerte de héroe trágico, el hombre que limpió Génova sin hacer mucho ruido y salvó la decencia y los trastos. Vaya historia, ejem.

Porque ese relato -convertido en argumentario del PP dos segundos después de salir por la boca de Correa- no es ni mucho menos toda la verdad. No es verdad que Valencia -la cantera de apoyos políticos de Rajoy, la federación del PP que lo convirtió en presidente- fuera un verso suelto. Ni es verdad que la salida de los gurtelianos de Génova, la migración de su equipo de vendedores de aire a otros territorios de pastoreo, fuera consecuencia de una voluntad de limpieza del líder. Fue todo mucho más sencillo: Aznar perdió las elecciones, y la sede nacional del PP ya no repartía los contratos. Por eso, y no porque llegara Rajoy, se emigró a los territorios dónde aún gobernaba el partido. Aunque eso no esté reñido con el hecho cierto de que Rajoy arrastraba una vieja enemistad con Pedro Crespo, ex secretario de organización del PP gallego y número dos de Correa. Y no se hacen negocios con la gente de la que no te fías. Por lo menos no el tipo de negocios a los que se dedicaba Correa.

Queda sólo una duda, que es porqué el fiscal ha permitido a Correa hablar de mucha gente que no está en la instrucción, pero sin decir sus nombres. Esos empresarios, esos políticos que no aparecen en el sumario, pero de los que Correa habla sin citar sus nombres y apellidos. Un abogado explicaría que si aparecen más nombres el juicio no acabaría nunca, y que acotar el caso suele ser lo que se hace en los procesos. Ir a lo que ya está. Puede que sea así.

Pero es inevitable cierto grado de sospecha: en Canarias hemos presenciado en estos días connivencias asombrosas e increíbles entre el poder político y el poder judicial. Por eso yo me quedo con mi propia interpretación: ni siquiera es imprescindible que jueces o fiscales se engolfen, para que al final, lo que ocurre en todos los juicios sobre corrupción con trasfondo político -Las Teresitas podría ser otro buen ejemplo- es que la verdad judicial resulta sólo una presentación bastante maquillada de una muy pequeña parte de la verdad.