Definitivamente no suenan bien estos vocablos, que son fechas sucesivas de estos días unidas a ese calendario de celebraciones mundiales, que yo llamaría simplemente recordatorios, porque resulta casi una petulancia considerar como una efeméride gozosa el hecho de que millones de seres no tengan comida que llevarse a la boca porque nacieron en el seno de familias que han ido transmitiéndose de generación en generación las secuelas de la pobreza, que no tardará mucho en derivar en enfermedad por esa misma carencia alimentaria que padecen desde su nacimiento, y que va minorando el índice medio de vida en lo que llamamos Tercer Mundo, que contrasta con el de la opulencia; pese a que éste circunstancialmente haya padecido hambrunas como consecuencia de las guerras civiles -nuestro caso- o mundiales. Unido a las secuelas de la animadversión de los países vencedores por la germanofilia practicada por la Dictadura, sólo superada con la definitiva llegada de la Democracia y la apertura de las barreras físicas de los Pirineos.

Para muchas generaciones posteriores, ajenas a estos avatares, el día a día se solventa gracias a los muchos mecanismos públicos y "oenegés" que ayudan aunque no resuelven la lacra de la pobreza. Los que sentimos curiosidad por lo acontecido en nuestro ayer más cercano, no dejamos de comparar el contraste de la calidad de vida entrambas, pese a la provisionalidad política que acontece en este país, donde los salarios son insuficientes para la pervivencia de cada mes, y por ello muchas familias tienen que optar al comedor de beneficencia. O en el peor de los casos esperar a que las cadenas de alimentación saquen por la puerta trasera los contenedores de alimentos caducados o próximos a serlo.

Cuando abrimos las páginas de información general y leemos la cantidad de ágapes y jornadas gastronómicas que contribuyen a llenar los carrillos de los estómagos agradecidos, que ensalzan a sus autores como estrellas de los fogones, o vemos la proliferación de chefs en las cadenas televisivas, algunos a pares y con evidente pobreza de lenguaje, no nos queda más opción que el rechazo instintivo, porque lo asociamos con los que no pueden permitírselo y recurren al precocinado congelado, colmado de conservantes sacados del formulario de un alquimista enloquecido, con unos efectos secundarios que atentan el ciclo vital. A esos nuevos muñidores del más difícil todavía, los despojaría de los sifones de las emulsiones, de los gases licuados y de los sopletes gratinadores, y los desafiaría a imitar sin red a nuestros mayores, elaborando la comida de la semana con un cuarto litro de aceite, 400 gramos de garbanzos y un solitario huevo. También les señalaría para que cocinaran arroz partido con ajo rehogado y laurel; una receta que el pueblo denominaba "arroz por cojones". Puestos a sugerir una dieta baja en calorías, les indicaría un guiso de vainas de habas o arvejas y peladuras de papas, para una sopa con lejano sabor a hueso de jamón comprado o alquilado al "sustanciero" venido de puerta en puerta. Concluyo, con una receta de tortilla de papas, sin papas ni huevo. A falta de las primeras, se sustituyen por las mondas blancas de la naranja, puestas en remojo previamente. Para el sucedáneo del huevo, unas pocas gotas de aceite, cuatro cucharadas de gofio, diez de agua, una de bicarbonato, una pizca de pimienta molida, sal y colorante artificial. Se bate todo y se mezcla la crema obtenida con las peladuras de naranja ya escurridas en la sartén como una tortilla de papas. Y por supuesto, que los comensales aplaudan su portentosa habilidad.

Ahí los quiero ver.

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