Decía Campoamor que la realidad sólo existe en la perspectiva de quien la interpreta. Lo expresaba, por supuesto, de una forma más bella: "En este mundo traidor, nada es verdad ni mentira, todo es según del color del cristal con que se mira".

En este caso es evidente que los clásicos tienen razón. Si doscientos neonazis entrasen a saco en una universidad española para golpear las puertas del salón de actos y encerrasen, acojonadas, a cien personas que acudieron a escuchar una conferencia, muy pocas personas dudarían en calificar el suceso como un execrable ejercicio de vandalismo fascista. Pero cuando se trata de doscientos miembros de la progresía juvenil que revientan una conferencia de Felipe González, el asunto se despacha de otra manera.

Para el líder de Podemos, Pablo Iglesias, se trata de una muestra de "salud democrática". En su opinión, es "saludable" que los estudiantes tengan "la suficiente memoria como para impedir que en un centro universitario intervenga quien saca pecho con el terrorismo de Estado". Si uno se molesta en revisar las imágenes del penoso espectáculo se pueden observar entre la muchachada carteles de rechazo a González ("Tus manos están manchadas de cal viva") y otros de apoyo a los presos ETA. Esto apunta a que el terrorismo a secas parece mucho más aceptable que el terrorismo de Estado.

En el paraninfo de la Universidad de Salamaca, el 12 de octubre de 1936, Miguel de Unamuno soportó un boicót, que hoy llamamos ''escrache'', de los golpistas que acabarían ahogando España en una sangrienta guerra. Fue la muerte civil del profesor, escritor y filósofo español, que desapareció de la vida pública para fallecer dos meses y medio más tarde. Ante los fascistas que gritaban "Viva la muerte", Unamuno improvisó una espléndida pieza literaria en la que anticipaba la imagen de una España mutilada. Habló, entre abucheos y gritos violentos, de la naciente guerra ''incivil'', de que vencer no es convencer y de que el odio no tiene ninguna capacidad de convicción.

Da igual desde qué lado se practica la violencia: es violencia. Y desde qué esquina se impide la libertad de expresión. Hay que despojarse de cristales para observar una preocupante realidad: la irresponsabilidad de quienes desde la política avientan las brasas del sectarismo para que prendan en la hojarasca de una sociedad desencantada, de una juventud encrespada, de un país que siempre que se ha dejado llevar por las pasiones ha terminado lesionándose a sí mismo.

No estamos, afortunadamente, en la situación social y política del 36. Pero en el teatro de España se repiten algunos alarmantes decorados, como el intento secesionista de Cataluña, la existencia de una izquierda radical a la izquierda del socialismo -enfrentadas ambas en una lucha fratricida- y un caldo de cultivo de descrédito del régimen democrático, ganado a pulso por los gestores más incapaces y necios desde el advenimiento de las libertades.

Los doscientos vándalos que impidieron hablar a Felipe González son un pequeño grano en el cuerpo enfermo de España. Pero dentro de ese grano está la misma pus de siempre. La misma.