Creo que fue en Gárgoris y Habidis, la obra magna de Sánchez Dragó, cuando leí por primera vez la anécdota de un grupo de carmelitas que acudieron a un congreso de la orden en Estados Unidos llevándose consigo el llamado Brazo incorrupto de Santa Teresa de Jesús (que en realidad es una mano). La estricta aduana americana paró en seco la entrada de la reliquia y sólo después de intensas gestiones diplomáticas se logró que un funcionario estampara un sello de entrada que clasificaba la sagrada mercancía con lacónico: "conservas y salazones".

Todo lo que sigue a la muerte tiene una enorme trascendencia en las religiones, porque casi todas establecen que existe algo más allá de nuestro efímero paso por este valle de lágrimas e impuestos. Si te portas bien aquí es porque esperas un asiento de primera fila allí. En el más allá. La Iglesia Católica acaba de prohibir a sus fieles que las cenizas de los difuntos sean dispersadas o conservadas en casa o transformadas en algún tipo de recuerdo. La instrucción redactada por la Congregación para la Doctrina de la Fe pretende eliminar cualquier "malentendido panteista, naturalista o nihilista". Dicho mal y pronto, que la gente se ponga a rezarle a su abuelo en una repisa encima de la chimenea.

Resulta curioso que la Iglesia sea tan estricta con eso de no permitir a la gente conservar los restos de sus familiares fallecidos. Además de la reliquia de Santa Teresa, el mapa de la devoción católica está lleno de todo tipo de restos orgánicos e inorgánicos. Eslava Galán nos detalla la existencia de tantos clavos de la cruz que prácticamente se podría montar una ferretería. En Roma se conservan supuestos pañales que pertenecieron al niño Jesús, una paja originaria del portal de Belén y el cordón umbilical del divino infante. El mapa de reliquias es inagotable. Se conservan gotas de leche de la virgen (sí, como lo leen) por cierto en la catedral de Oviedo. Y una cola del asno en el que montó el Mesías. Hay tantos prepucios de Jesús por el mundo que, por razones obvias, cabe concluir todos menos uno (con suerte) son absolutamente falsos. Hay hasta botellas de cristal donde se guardan lágrimas de vírgenes y suspiros de San José. Y gran parte de estas reliquias y muchas otras cuyo listado se hace casi interminable se conservan en templos de la propia Iglesias católica.

Los ciudadanos, desde el punto de vista legal, pueden guardar las cenizas de los difuntos o esparcirlas en algún lugar público, con ciertas restricciones. Que la Iglesia prohiba a sus fieles llevarse para casa la urna parece una vuelta de tuerca innecesaria. Sobre todo en una venerable institución tan acostumbrada a conservar en sus iglesias tantos restos de ilustres difuntos.

Somos polvo y volvemos al polvo. Pero de regresar a casa nada de nada. Los católicos tendrán que contratar un nicho para urnas, lo que me lleva a la conclusión de que tal vez la razón para que no nos dejen estar de ceniza presente tiene mucho que ver con el negocio funerario. Y es que hasta irse al más allá cuesta un pico.