El Capitán Trueno venía a casa los miércoles, en la tartera de mimbre de mi hermano Paco, y se quedaba allí hasta el miércoles siguiente, cuando venía otro Capitán Trueno, el mismo pero diferente, y se quedaba conmigo noche y día, hasta que venía otro Capitán Trueno..., y así sucesivamente. Un día mi padre me trajo una revista, la revista Destino, y ya entré en la adolescencia y en la edad adulta. Después vinieron los libros, los viajes, la vida fuera de casa, la Universidad, el periódico, pero dentro de mi, en las distintas glaciaciones de la vida, ha seguido viviendo el Capitán Trueno.

Ahora lo he reencontrado, en el Círculo de Bellas Artes de Madrid, donde un grupo de truenólogos (Juan Barja, Patxi Lanceros, Juan Calatrava, José Manuel Sánchez Ron...) exponen sus ideas en torno a las imágenes inolvidables de este inquilino singular de nuestras vidas y de nuestras casas. Nació el Capitán Trueno en la Edad Media, disputando la verdad y el honor con los moros, y aceptando con ellos la posibilidad de una tregua a tanta sangre. Pero para mi nació cuando vino a casa. En este sentido, nació cuando yo tenía diez años, en 1958, en un sorprendente (sorprendente ahora) cuadernillo en el que por primera vez en mi vida leí la palabra Platón. Ese es un dibujo decisivo en la historia personal (si puede decirse así) del Capitán Trueno: un amigo de su ilustre padre le reprocha a éste que dejara a Trueno leer a Platón, que es la razón por la que (según éste amigo) el aventurero deja la casa.

Víctor Mora, el autor de los guiones que dibujaba magistralmente Ambrós, era un hombre culto, progresista, gran lector; y esa referencia a Platón con que se inauguran las aventuras del Capitán Trueno no es sino la consecuencia de lo que pasaba en la casa familiar del cruzado. La biblioteca del padre era extraordinaria, de modo que en algunos de esos dibujos se ve al joven que luego va a lanzarse a la aventura leyendo libracos extraordinarios, entre ellos los de Platón que pusieron en marcha su conciencia.

Estos cuadernos eran alargados, breves, bien dibujados, excitantes; las aventuras tenían continuidad, no eran difíciles de entender e hicieron de nosotros (de mi, sin duda) el lector que en seguida fui. Yo no podía concebir los miércoles sin abrir, ávidamente, la tartera donde había estado el almuerzo de mi hermano, para extraer ese cuadernillo que iba a constituir en seguida el placer de mis días y de mis noches. Ante esta exposición, en la que tantas manos y tantas mentes han ido contando sus propias experiencias con el Capitán Trueno, he sentido otra vez aquella explosión juvenil, he vuelto a mirar dentro de mi qué hizo ese aguerrido trotamundos con nuestras mentes.

Las claves están en lo que escriben Lanceros o Sánchez Ron en el hermoso catálogo que acompaña a la muestra: el Capitán Trueno era, para aquellos tiempos medievales e inquisitoriales, un racionalista culto que no creía ni en magias ni en otros pajaritos preñados; era, además, un hombre que practicaba la guerra pero ansiaba la paz, la propiciaba; era un hombre que, acompañado de su novia Sigrid, con la que convivía desafiando las leyes de la censura, y de sus fieles Crispín y Goliat, respetaba a los adversarios desafiando las leyes de malos y buenos que marcaba entonces (y que, ay, marca ahora) la convivencia de los países y de las personas.

Entonces leíamos El Capitán Trueno como colorines de aventuras; ahora se puede decir que nuestra convivencia con el héroe marcó nuestra conciencia, alentó valores de los que entonces no nos dábamos cuenta. Ver ahora esta exposición ha sido, otra vez, como abrir la tartera en la que mi hermano traía cada miércoles el Capitán Trueno, para que se quedara en casa. Y en casa está: hace un tiempo mi hermano Paco me los regaló todos juntos, en una colección que ahora está entre mis libros más queridos.