Pablo Iglesias descubrió hace años el poder extraordinario de los medios de comunicación -especialmente la televisión y las redes- en la fijación del rechazo social. En compañía de sus colegas del departamento de Políticas de la Complutense, fue capaz de hacer un diagnóstico certero del cansancio de la gente por un sistema político ensimismado, engolfado e incapaz de resolver los problemas de la crisis. Antes de la crisis, las preocupaciones eran otras: existía una cierta tolerancia social con el despilfarro y la corrupción, una percepción de que el dinero público estaba para ser gastado sin control ni mesura, como si creciera en los árboles. Hoy lo hemos olvidado, pero durante el mandato Carlos Fabra no se cuestionó para qué necesitaba Castellón un aeropuerto, sino por qué no se hacía otro aún más grande en Cuenca, o una estación de ferry en Lepe (La Gomera). La creación de un estado general de rechazo a la corrupción y el despilfarro es fruto del sufrimiento, la pobreza y la creciente brecha social abierta por la crisis, unida a la percepción de que la política había dejado de ser munificente, y el Gobierno se había convertido en una organización de gánsters, sádicos y vampiros. Ocurre que muchas de las pulsiones que alimentan el descontento no son progresistas, sino todo lo contrario: siguiendo el modelo de empoderamiento chavista, que Iglesias estudió con una beca universitaria, él y los suyos interpretaron correctamente que el país había llegado a un punto de inflexión en el rechazo al sistema político surgido del 78, y a partir de ahí utilizaron con extraordinaria habilidad y sentido del espectáculo los medios de masas -con su complicidad-, para posicionarse como alternativa al fracaso de una nación agotada, empobrecida y dividida.

Es probable que el éxito de los primeros resultados europeos les sorprendiera, pero lo que es seguro es que el frenazo de los votantes al "sorpasso" de la izquierda tradicional les desconcertó. Desde entonces Podemos anda más bien perdido, a la búsqueda de una identidad política que es difícil de construir. Son comunistas, pero se hacen pasar por socialdemócratas, ecologistas, feministas o lo que se tercie. Prometen decencia, pero practican el nepotismo y no dan explicación alguna sobre sus propios escandaletes, que los tienen. Se definen como patriotas, pero se apoyan en los soberanistas y flirtean con el independentismo. Defienden ser un partido abierto, construido por las bases y círculos, pero actúan "manu militari" contra la disidencia. Predican una "política del amor", pero expedientan y expulsan a cualquiera que se resista a ser amado por Meri Pita.

Al final, de esa confusión lo que les queda es una permanente juerga de gestos y provocaciones, jaleadas masivamente por un ejército de anónimos linkeadores en las redes sociales: sus diputadas convierten el Congreso en guardería, para enfatizar que es mejor ser una diputada que da de mamar que un político mamón, sus líderes se besan en la boca (mira tú qué cosa más terrible), un día le regalan al Rey la serie "Juego de Tronos", y otra se niegan a asistir al acto público de inicio de legislatura porque son republicanos, se ausentan cuando el Congreso pide un minuto de silencio por Rita Barberá, porque lo consideran un acto político, pero aplauden a asesinos etarras o abandonan el congreso para asistir a manifestaciones de protesta desde las que se apedrea a colegas diputados... Han convertido su discurso político en un continuo numerito. Saben que eso funciona: miren qué buena cuenta le trajo hacer el payaso a Donald Trump.