Hace ahora ocho años, un estudiante de Traducción e Interpretación de la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria, de tan solo 19 años, fue asesinado a patadas cerca de la calle Franchy Roca por un grupo de bárbaros. Ocurrió en la madrugada del 7 de diciembre de 2008 en una zona de copas de la capital grancanaria, después de que el joven Iván y unos amigos fueran increpados por unos tipos que les pedían dinero. Cuando Iván ya se marchaba, uno de los bárbaros arremetió por sorpresa y le propinó una patada en el muslo, derribándolo al suelo, donde los otros dos le patearon el rostro y la cabeza, fracturándole el cuello y provocándole la muerte. Los tres autores del asesinato fueron detenidos y condenados a 17 años de prisión, aunque el Tribunal Superior de Justicia de Canarias redujo la pena de uno de ellos a 16 años, por considerar como atenuante que iba puesto de drogas. Fue una historia terrible, de esas que permanecen durante años en el imaginario colectivo.

Unos meses después de aquella desgracia, Televisión Española en Canarias llevó a su programa de debate al padre del joven asesinado, un profesor de universidad. Recuerdo perfectamente la entereza de aquel hombre, su valor y su extraordinaria generosidad. A pesar de ser jaleado por las preguntas de algún periodista, se negó a ofrecer para consumo catódico ni una sola palabra de rencor o de odio hacia los asesinos de su único hijo. Insistió en la necesidad de mejorar la educación e invertir en políticas sociales, y construyó un riguroso alegato sobre la obligación de quienes nos gobiernan y administran el mundo de evitar que miles de jóvenes sean expulsados del sistema y acaben cayendo en la marginación, la violencia o la criminalidad. Fue una verdadera lección de humanidad y dignidad moral para todos los que lo escuchamos.

El miércoles, anteayer mismo, la prensa grancanaria publicaba en portada una imagen de ese hombre, Rafael Robaina, abrazado a su mujer, Geli. No hay nada más devastador que perder un hijo, y ellos llevan ocho años abrazados a su memoria, con una serenidad y sentido de la responsabilidad que conmueve. Una pareja excepcional.

Y él, un hombre extraordinario, que perdió a su padre con tan solo 18 años, y que siguió estudiando gracias a la ayuda de su tío y las becas públicas. Con becas llegó hasta la Universidad de Berkeley. Es un intelectual solvente, un investigador incansable, un hombre comprometido con la vida y con la gente, catedrático de Biología y profesor de la Facultad de Ciencias del Mar. Y desde el martes, tras imponerse en una disputada segunda vuelta a Alberto Montoya, es el rector de la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria.

Espero que le vaya bien y tenga un mandato fecundo: que logre cambiar las cosas que nunca funcionan, que dome el monstruo de la burocracia académica, que contribuya a transformar esta sociedad en una sociedad mejor, y que se gane el corazón de sus alumnos y les ayude a ser mejores profesionales y personas. Porque pocas veces un rector habrá merecido tanto ser considerado un hombre magnífico.