Nací en marzo de 1936 y tres meses después comenzó la terrible Guerra Civil que enfrentó a los españoles. Hace 80 años que nos dividimos, y a pesar del progreso, la democracia o la libertad, sigue habiendo bandos y veo complicado salir de esta situación.

Estos días se celebraron treinta y ocho años de una Carta Magna que unos bendicen y otros odian. Puede que una mayoría esté a favor de no tocarla y otros de modificarla, pero lo que está claro es que no puede hacerse a conveniencia de una minoría que ni siquiera es capaz de explicar qué artículos deben ser renovados. No puede existir una Constitución para cada ciudadano, y con la que tenemos ha habido un gran periodo de paz, por eso me preocupa el odio que desprenden determinados ciudadanos, pues es ese tipo de pensamiento el que puede llevarnos a otro cruento enfrentamiento. Cuidado también con catalanes y vascos, y en esto me declaro radical, no más ventajas, ¡que se vayan!

No era exactamente este el tema del que quería hablar. Lo que me interesa es comparar los estilos de vida de antaño con la bonanza actual. Viví una posguerra con muchas carencias. No había de nada, y lo que entraba era de estraperlo y a precios muy caros. En las cocinas, lugar donde se reunía la familia, se usaba leña y carbón para cocinar y calor humano para mitigar el frío. Algunos tenían braseros para calentar las habitaciones, y otros, como mi madre, pasaban la plancha por las sábanas para que estuvieran calientes al acostarnos. En Jaén el invierno casi siempre era bajo cero, pero desde mediados de septiembre hasta casi abril el frío era intenso. Disfrutábamos de poca primavera y otoño, se pasaba casi de forma radical del fresco al calor. Hoy en día cualquier casa tiene lavadora, nevera, y cocina, además de un sinfín de pequeños electrodomésticos que hacen la vida más fácil. En el mercado se encuentra una variedad inmensa de productos básicos y exóticos de cualquier lugar del mundo, y lo fundamental, entra dinero que gastar.

En Nochebuena mi padre nos decía que llenábamos el ojo más que la tripa, y gracias a su trabajo de militar podíamos disfrutar una vez al año de la sopa de gallina, los huevos con chorizo, un pescado con alioli, un pequeño pavo, y los turrones y la sidra de postre. Todos soñábamos con ese día, y ahora, cualquier fecha del año, puede uno comer esos productos. Hay más recursos pero se ha perdido la verdadera celebración, el nacimiento de Jesús. Se salía a la calle con guitarras y zambombas para visitar a los vecinos y familiares. Cantábamos villancicos y se asistía a la misa. Fin de año se celebraba en casa. Todo era muy diferente, ni mejor ni peor, distinto, quizás más recogido. Con la edad se añoran las ausencias y esa etapa de la vida. Los que quedamos sufrimos los achaques pertinentes y cada año se hace más difícil volver a reunir a los hermanos.

Los tiempos han cambiado, dicen. No es verdad, cambiamos las personas, las obligaciones y las complicaciones físicas hacen que las familias se distancien, pero siempre quedan bonitos recuerdos, como uno en particular que nos enseñó mi padre, un silbido que todos conocemos y reconocemos hasta en la calle. En las reuniones de ahora es imprescindible recordar a los que faltan, contar sus anécdotas, y hablar mucho de aquellos tiempos tan singulares. La escasez no tiene por qué implicar tristeza, de aquello aprendimos a afrontar las dificultades y seguir adelante con las enseñanzas de nuestros padres. Así se forja el carácter, con alegría sana, y divirtiéndonos a pesar de los contratiempos, como si nada hubiese pasado. Fueron tiempos muy duros para las familias de clase media y trabajadora. Éramos doce personas convencidas de nuestra suerte, felices, y con un extenso anecdotario que ha quedado grabado en la memoria de todos.

Recuerdos de infancia y juventud que ahora más que nunca tengo presente. Con algo más de 12 años y por necesidad, mi padre me colocó en unas oficinas de botones, trabajaba de día y estudiaba de noche. Nunca hubo reproches, me sirvió para entender que participaba en la olla común de la familia.

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