Hoy no toca hablar de quienes nos gobiernan. A pesar del título... Leo en este periódico que el portavoz de una asociación animalista, invitado por el grupo municipal de Ciudadanos, ha pedido que se eliminen el próximo año los camellos de la cabalgata de Reyes, esa misma cabalgata de cuyo arranque en el Heliodoro Rodríguez López se han vendido todas las 18.000 localidades del aforo el mismo día que se pusieron a la venta. Que haya tantos manteniendo la fantasía de los niños dice algo positivo de esta sociedad a la que siempre le sacamos los colores...

Pero al grano: resulta que los animalistas han conseguido que el transporte y cuidado de los camellos se realice en condiciones óptimas. Pero aún así, consideran que Santa Cruz no debe traer más camellos a su cabalgata, si quiere seguir siendo considerada una ciudad amiga de los animales. El asunto me desconcierta: ¿qué tiene de malo que traigan camellos? ¿Sería distinto si habláramos de caballos? ¿O de burros? Los animales conviven con el hombre desde el neolítico, aportando su fuerza de transporte y carga, o su capacidad para vigilar, o su compañía. La relación de los hombres con los animales era entonces más decente de lo que es ahora, más simbiótica. De hecho, hasta la domesticación del cerdo, la aportación de proteínas para la dieta humana se conseguía más con leche y huevos que con el sacrificio de los animales para obtener su carne...

No dudo de la buena voluntad de los animalistas y sus padrinos de Ciudadanos. Comprendo a quienes se interesan por el bienestar de los animales y se preocupan por el trato indigno que muchas veces reciben. Ya he dicho en alguna ocasión que no me interesan ni los toros ni las peleas de gallos. Y que comparto mi casa con un perro propio y otro que viene de visita un día sí y otro también, con tres gatas, un pez superviviente a la quinta extinción, y más de un cuñado. Creo sinceramente que la gente que quiere a los animales suele ser en casi todo mejor que la gente que no los quiere. Y la preocupación por el sufrimiento animal no se me antoja un asunto ridículo, ni mucho menos: si la Humanidad consigue sobrevivir a su propio desarrollo, nuestros descendientes recordarán con espanto el trato que hoy se dispensa a millones de seres vivos y sensibles, sometidos a la sobreexplotación y al exterminio industrial, para obtener más proteínas de las que realmente necesitamos, más rápido y con menos coste. Un horror y un disparate ecológico, la producción industrial de carne. Pero ese es un asunto del que raramente escucho ocuparse a los animalistas, más pendientes por lo general de cuestiones mediáticas, como estos camellos que vienen al Heliodoro con muchísimas más comodidades y garantías que las de los miles de inmigrantes que se tiran al mar para alcanzar Europa. Pasa hoy con la mayoría de los animalistas algo parecido a lo que ocurre con esos ecologistas que son capaces de organizar huelgas de hambre por la tala de un árbol, pero no parecen sentir la menor preocupación por el consumo energético desaforado, el despilfarro del agua, la acumulación de residuos o el envenenamiento del aire por el CO2 que sale imparable por los tubos de escape de unos coches que hacemos circular sin tino...