El mismo día que se filtraba a los medios el nombramiento de José Manuel Baltar como nuevo consejero de Sanidad, se producía la dimisión en bloque de la dirección del Hospital Universitario de Canarias. Los dimisionarios -nombrados por el consejero socialista Morera- alegaban como justificación para renunciar a sus cargos su rechazo al presupuesto sanitario de 2017, aprobado una semana antes por el Parlamento regional, precisamente gracias al voto socialista.

La explicación ofrecida por los dimisionarios ha sido rechazada por los sindicatos, que habían convocado para el próximo jueves 12 una consulta a los trabajadores sobre el cese del equipo directivo del Universitario. Con el PSOE fuera del Gobierno, no tenía sentido alguno pasar por esa consulta, ni mantenerse numantinamente al frente de la gestión hospitalaria, para ser cesados más temprano que tarde por los nuevos responsables de la Consejería. Hicieron bien en irse. Lo censurable de su dimisión es que la hayan querido presentar como resultado del rechazo a los presupuestos sanitarios para 2017, cuando ellos mismos habían aplicado en 2016 los recortes, y cuando el presupuesto de 2017 es mayor que el del año anterior. De hecho, esta misma gerencia es la que dijo que en la sanidad pública se puede hacer más con menos, y también la que aceptó -tras la crisis de gasto de agosto de este año- un aumento de diez millones de euros a repartir entre los distintos hospitales canarios en 2016, con el que Patricia Hernández y Clavijo dieron por zanjada la primera tormenta de su pacto de Gobierno.

Recortes presupuestarios vienen produciéndose desde el inicio de la crisis: no hacen falta denuncias sindicales ni de quienes administran los recursos de los hospitales y centros de salud, para saber que llevamos casi una década de carestía creciente y de dificultad para atender todas las necesidades. Es poco razonable que los hechos, que son los mismos o muy parecidos gobierne Juan o la hermana, se instrumentalicen políticamente. En Canarias se ha hecho un esfuerzo extraordinario para mantener funcionando el sistema sanitario, infradotado desde las primeras transferencias -en 1984- y enfrentado a graves problemas de personal. Muchas cosas están mal, muchas podrían mejorarse con más recursos o más eficacia, pero es absurdo este maltrato al que sometemos incluso lo que se hace bien. Otro ejemplo de este malestar autoalimentado es la crítica de los sindicatos a la situación laboral del Universitario, del que se dice que está "perdiendo talento" y convirtiéndose "en el furgón de cola" de la sanidad canaria. No sólo no es cierto, sino que probablemente lo que ha ocurrido es justo lo contrario: el Universitario ha sido reelegido en 2016 como el mejor centro hospitalario del Archipiélago por el millar y medio de profesionales de la salud que participan en la elaboración nacional del Índice de Excelencia Hospitalaria.

Aquí cada cual cuenta la película según le conviene. Con todas sus carencias, gracias al trabajo esforzado de miles de sanitarios, al abandono de otros sectores también necesitados, al sacrificio de la inversión pública en obras necesarias, y a la pérdida de poder adquisitivo de los funcionarios, Canarias ha logrado evitar el colapso de su sanidad. Es injusto que todo ese sacrificio y esfuerzo se pongan en almoneda para justificar lo que no son otra cosa que visiones o intereses de parte.