Ni todo el mundo es bueno ni podemos gustarle a todo el mundo ni todo el mundo nos gusta. Así es la vida, desde Platón hasta Trump, por poner dos casos que se dan de tortas. Viví en una sociedad, la sociedad franquista, en la que el disgusto por los otros seguía teniendo consecuencias fatales, pues quienes tenían poder podían ejercerlo para vengarse de aquellos que no eran de su gusto. En la República, como contaba el escritor granadino Francisco Ayala, no confundirlo con nuestro Francisco Ayala, que fue gran compañero nuestro en EL DÍA, había personas que perseguían a otros por conflictos de vecindario; y cuando vino la guerra esas peleas de ascensor fue razón, en un bando y otro, para las mayores trapacerías.

Así que ese espíritu siguió, no se nos ha ido; habitó en el franquismo como una característica y sigue como una manera de ser de los que miran de reojo a ver cómo causan daño a otros. Son los maledicentes que se regodean en el cotilleo falaz de contenido falso o de contenido aproximado, que insultan por lo bajo a personas honorables a las que probablemente desconocen. Eso ocurre, como hemos dicho tantas veces, en los medios, en los bares, en las esquinas de las calles y a veces ocurre cara a cara. Y sólo una educación más esmerada, en el respeto al prójimo, puede salvar esta amenaza constante a la ciudadanía.

Confieso que yo he padecido ese mal en alguna parte de mi vida; aquellos que me parecían esta cosa o la otra recibían, en mis conversaciones privadas, denuestos o desconsideraciones. Me curó mi hija, cuando ella tenía once años y yo no tenía cuarenta, cuando me dijo, ante uno de mis exabruptos: "Papá, ¿y si tú fueras como ellos?" Eso me hizo reflexionar y me obligó a calmar mis ímpetus. La gente merece respeto, toda la gente, aquella que nos disgusta por cualquier motivo, aquella que nos gusta y hace algo mal, o nos parece que hace algo mal, y todas las personas en general. La palabra es un arma cargada de efectos buenos y de efectos perversos; quienes tenemos la oportunidad de utilizar la palabra por nuestro oficio son los que de manera más obligatoria hemos de cuidar el lenguaje con el que calificamos a unos y a otros; pues la suficiencia que hay detrás de los insultos siempre esconde ausencia de autocrítica sobre nuestras propias falencias.

Seguramente por mis defectos, que son numerosos y cuya lista yo mismo podría adelantar, he recibido muchos denuestos públicos, probablemente fundados en la suposición más que en la realidad, a lo mejor fundados en una realidad que no conozco; algunos de ellos de queridos compañeros en el periodismo; muchas veces he tenido la tentación de responderles, para decirles dónde pudieron haber estado más acertados en la calificación. Pero lo he dejado, no porque quiera que la gente viva en el error con respecto a mi, sino porque me parece que no son buenas las energías desperdiciadas. Y a veces no he dicho nada tampoco porque siempre tengo en mente lo que me dijo un amigo juez de la Audiencia Nacional, cuando el insulto fue de tal grado que me pareció que sería conveniente trasladarle al insultador alguna recomendación de mejora en sus fuentes o bien en su propia manera de decir su disgusto hacia mi. El propio juez dijo que era peor el remedio que la enfermedad, pues este tipo de acciones duermen años en una carpeta y mientras tanto el que ofende sigue teniendo cancha para seguir haciéndolo.

Lo dejé pues, lo he dejado para siempre. Si hoy me ocupo de esto, que ya fue tema de un libro mío, "Contra el insulto", es porque observo ahora, como pasó en la República, en la guerra, y en el franquismo, en la era democrática, cuando la libertad de expresar es amplia y cuando por tanto ha de ser más responsable, porque es una conquista de la sociedad, aún mayor el nivel de inquina del insulto como manera de decir lo que disgusta.

Y no es que esté asustado; lo que no quiero es estar acostumbrado.