Después de romperse el pacto de Gobierno, el PSOE anunció a bombo y platillo que tenía las manos libres para comenzar a presentar mociones de censura en varios municipios "pensando en el bien de los ciudadanos". El nivel freático de la vergüenza ha descendido en los partidos a sus mínimos históricos y por eso se sueltan cosas como esa. Las mociones de censura no tienen nada que ver con el bien de los ciudadanos. Como tampoco tienen nada que ver con el bien de los ciudadanos los gobiernos. Los acuerdos o desacuerdos políticos son un fin en sí mismo que no está inspirado en una vocación de servicio, sino de poder. Esa es la maldición que arrastra la política actual (la vieja y la envejecida nueva) perdida en sus guerras intestinas, sus rivalidades en el aparato y sus muchas mediocridades.

Pero a lo que vamos: han pasado las semanas y los socialistas no van a presentar demasiadas censuras. Y no es que no quieran, es que no pueden. Para ser exactos: los que pueden no quieren y los que quieren no pueden. Hay lugares en donde el pacto funciona y no están por convertirse en cabeza ajena donde ejecutar venganzas. Eso es, al menos, lo que se respira hoy en muchas corporaciones locales.

Después del divorcio entre el PSOE y Coalición Canaria ha pasado lo que suele pasar en estos casos: que los divorciados se ponen a parir. Y como siempre ocurre, los dos tienen sus propias razones y rencores. Los nacionalistas cometieron un grave error permitiendo la moción de censura de Granadilla, que vino a desatar todos los demonios socialistas. Y los socialistas en el Gobierno, acto seguido, comenzaron a comportarse como si necesitasen un exorcismo; como si les hubiera poseído un demonio de Nueva Canarias que les llevó a discutir a Clavijo en el peor terreno posible: el enfrentamiento con las islas menores.

Roto el Gobierno, ahora tocan las habituales tonterías; el largo invierno de las ocurrencias políticas, en donde cada cual arrima el ascua mediática a sus propios besugos. La novedad, sin embargo, es el nuevo papel que el PP juega con franciscana paciencia: no termina de apoyar al gobierno de Clavijo, pero tampoco acepta bailar al ritmo del virtuoso flautista Antonio Morales, que se llevó encantados a la oposición a los socialistas de Patricia Hernández.

A la fresca sombra de esa calculada ambigüedad del PP (mucho más fresca que la de un almendro y menos que la de un madroño), la política canaria sigue en veremos: el Gobierno está en minoría, pero también la oposición. No hay votos suficientes para gobernar ni votos bastantes para una censura. Casimiro Curbelo no entrará en el Gobierno; le basta con controlarlo con sus tres votos decisivos (aplausos para los que le echaron en el PSOE: brillante decisión). Y el PP no va a mover una ceja hasta que Madrid lo permita después de que se aprueben los presupuestos del Estado. Por todo esto, Canarias se ha quedado en estasis, suspendida en un limbo.

Lo más importante es que en Madrid ya están haciendo el paquete. Una torrija, cuidadosamente envuelta en celofán. Un regalo que mandará Rajoy, a la sede del PSOE de Canarias, con tarjeta escrita de su puño y letra y un escueto mensaje: "Gracias". Los cinco votos del PNV en Madrid van a valer oro molido de cara a los Presupuestos Generales del Estado. Los vascos están negociando una lluvia de millonarias inversiones a cambio de su apoyo. El voto de Ana Oramas, la diputada de CC, también será decisivo. Y le habría costado a Rajoy la yema de uno y la clara del otro. Pero con la actual situación de Canarias no será así. Que el PP sostenga al Gobierno canario es el mejor regalo de Reyes que le podía caer a Rajoy. Como en el chiste del paciente y el dentista, cuando uno le pone el torno sobre la muela y el otro agarra al médico por sus partes nobles, ahora se pueden decir: "¿Verdad que no nos vamos a hacer daño, doctor?". El PP de Madrid tiene en sus manos mantener el Gobierno de Coalición. Una mano lava la otra. Los canarios vamos a perder mucho dinero con este pacto roto.