Lo que se anunciaba como un acontecimiento único, las dos orquestas sinfónicas canarias reunidas por primera vez bajo una misma batuta y al compás de una obra de la envergadura del "Gurrelieder" de Arnold Schönberg, perdió parte de todo ese sentido de espectacularidad a la vista de un auditorio con claras ausencias.

La noche se asomaba ciertamente fría y el público pareció contagiarse de ese ambiente. Por momentos pareció que los intérpretes disfrutaban más con el concierto, por la exigencia técnica y el desafío que les proponía la obra, que los propios espectadores.

El maestro Pons ya había advertido del esfuerzo titánico, hasta vampírico, que representa la dirección de esta pieza y es que no resulta sencillo manejar una orquestación de esta magnitud y mantener el orden y el concierto de manera continuada.

De lo monumental hasta lo más ínfimo, la pieza de Schönberg está plagada de inagotables recursos expresivos, de constantes figuras que en ocasiones pueden resultar hasta untuosas. Y el cansancio, por la complejidad del material, caló en las butacas.

La partitura carga lirismo, potencia, drama, épica... En el plano vocal, las sucesivas intervenciones de los solistas no alcanzaban a despertar al público de su letargo. Acaso, el tenor Nikolai Schukoff, en su rol del rey Waldemar, sobresalió entre las voces.

La obra se sucedía y en la tercera parte, desde el esfuerzo casi epopéyico que el director sostenía en su propósito continuo de intentar reducir el volumen de la orquesta, las voces del Coro Eslovaco y el Coro de la Ópera de Tenerife se vieron tapadas en ocasiones por la fortaleza orquestal.

La ovación final fue un justo premio para el esfuerzo de los intérpretes. No habrá muchas más oportunidades más de volver a repetir este concierto, y queda la sensación de que "Gurrelieder" se encontró con la cuesta de enero.