En los ambientes políticos se ha creado una extraordinaria expectación con el pleno parlamentario de hoy, cuyo objetivo, al decir de la oposición, es poner de manifiesto que el Gobierno está en minoría... como si hubiera alguna necesidad de demostrar lo obvio.

Es costumbre parlamentaria que el presidente del Gobierno explique y argumente los cambios en su gabinete, más aún si estos son consecuencia del fracaso de un pacto que presumiblemente obligará al ejecutivo, si sobrevive, a replantear su línea de acción política. Es perfectamente razonable la excitación de la oposición ante un Gobierno en minoría y por tanto débil, por definición. Distinto es que sea fácil tumbar este débil Gobierno, como demuestra el atasco de la oposición a la hora de articular una censura a Clavijo. Sacar a Clavijo de la Presidencia requiere de 31 votos que -más allá de las ensoñaciones y fantasías ilustradas de algunos- hoy no suman por ningún lado. Pero que no sea fácil tumbar al Gobierno no significa que no se pueda abochornar a su presidente o al Ejecutivo en pleno en sus comparecencias. La dinámica parlamentaria está muy tasada y ensayada, y la escenificación del rechazo al Gobierno tiene la entidad que tiene: la oposición vende que el mundo sería mejor con otro Gobierno, se le sacan los colores al líder de la minoría, y a otra cosa, mariposa, porque al día siguiente siguen los mismos... Ese folclore no es solo legítimo, también es sano y conveniente: después de casi treinta años de mandatos de Coalición Canaria, es normal que haya ganas de hacer sangre y de que se entere cuanta más gente mejor.

Pero lo que no parece de recibo es que el Parlamento, por unanimidad, haya forzado a la televisión pública canaria a retransmitir en directo el sarao, contra el criterio de la propia tele. Es la primera vez en la historia que el Parlamento impone la retransmisión de un debate íntegro, en contra de la autonomía informativa que recoge la Ley de Televisión Canaria aprobada por la propia Cámara. Esa ley fue la forma en la que el Parlamento reaccionó -tras una etapa de relativa decencia en la tele, desde su fundación a la etapa de Willy García- a los ocho años de nefasta instrumentalización política que supuso el paulinato.

Comprendo que Román Rodríguez, Noemí Santana o Iñaki Lavandera tengan especial interés en demostrar su valía en el regate de navaja con Clavijo. Y también que haya opiniones y argumentos dispares sobre el interés de meter tres horas de debate -ya emitido en "streaming" por el canal en internet del Parlamento- en la programación de sobremesa. Pero se me antoja un pésimo precedente que Sus Señorías le digan a la tele cómo tiene que organizar la cobertura informativa de un pleno. El Parlamento puede y debe legislar sobre la tele, nombrar y cesar a sus directivos y controlar que no se haga uso partidista de sus informativos. Pero no tiene competencias para decidir la programación o qué debe o no cubrirse y en qué formato, ni siquiera por unanimidad de sus miembros. Me parece algo intolerable, un comportamiento pedestre e impropio que evidencia hasta qué punto Sus Señorías desconocen el alcance de sus atribuciones legales.

Vivimos en tiempos de atrabiliaria confusión de roles y cometidos. Tiempos en los que -frente al amedrentamiento o la presión- se responde siempre con enjuagues diplomáticos y apaciguamiento (por no decir con cobardía). En fin, que si yo fuera Santiago Negrín, les garantizo que antes de aceptar que Sus Señorías me impongan la escaleta, me sacan con los pies por delante.