Dicen que Alfonso Guerra escuchaba a Mahler. Debía ser al único que escuchaba. Y mira que Mahler es difícil. Pero es lo que tienen los clásicos. Ves a un tipo con cara de mala leche que, a la que suena Mozart, se le cambia la cara y entra como en éxtasis. Un servidor, aunque tiene orejas, carece de oído. Y mis conocimientos musicales son, por increíble que parezca, aún más escasos que los del resto de los otros. Así que cuando me dijeron que el Festival de Música de Canarias se iba a popularizar me imaginé, alborozado, que al fin el pueblo iba a invadir la platea de los teatros para escuchar un Pepe Vélez sinfónico o a la Berliner Philharmoniker interpretando la Cantata del Mencey Loco con Los Sabandeños. Pero fuese que se celebró el festival del pueblo y nada de nada. El pueblo no se dio por aludido. Porque el pueblo es muy suyo y está más por los concursos de murgas que por los oboes y los flautines.

Por lo que cuentan, el dichoso Festival de Música de Canarias se pegó un soberano estampido de público y de crítica. Los autores del óbito han conseguido una serie de importantes logros. A saber: cargarse el prestigio que tenía a nivel internacional, recolectar la mayor cantidad de descalificaciones en la historia del acontecimiento y liar una innecesaria polémica.

La consejera de Turismo, que además es de Cultura con la misma lógica que el de Agricultura podría ser de Deportes (la guataca acaba con el colesterol en menos de una semana), ha conseguido también el hito de pasar de ser una perfecta desconocida a convertirse en una seria aspirante a la Medalla Fields, el Nobel de las matemáticas, al haber postulado -con el compromiso de demostrarlo- que treinta mil espectadores son más que sesenta mil. O lo que es lo mismo, que los teatros vacíos que se han visto en las fotos de los periódicos -que no han hecho sino darle leña al Festival- son en realidad instantáneas de gente invisible y transparente que llenó los conciertos aunque no se vieran.

Al Festival de Música de Canarias tal vez le habría venido bien algún pequeño cambio. Una prudente y animosa incursión patriótica en el terreno de lo autóctono y popular. Pero suele ser una regla general que las cosas que funcionan deben alterarse lo menos posible. Y desde luego, coger un acontecimiento musical y meterlo en una trituradora de cambios revolucionarios o te conduce a la gloria o te estalla como una pita. Es la política del todo o nada. Y en este caso ha sido más bien nada.

A María Teresa Lorenzo, consejera de Cultura, le están lloviendo los chuzos de punta por defender lo que parece indefendible: el Festival de Música no ha funcionado. La crítica es un clamor. Tranquiliza pensar que en el caso del turismo, del que también es responsable, no piensa hacer ningún cambio. Le tiemblan a uno las patas imaginando las estadísticas llenas y los hoteles vacíos.