Cuatro de la tarde, martes. Aún sigo en el "cheslong" de la consulta de mi psicoterapeuta. Con la cabeza reclinada, con los ojos en blanco. Se empeña en que me pregunte y me responda solo; debe tener la estúpida creencia de que algún día me entenderé a mí mismo. Supongo que para eso le pago. Reconozco que es un tipo listo, al menos más listo que yo. La agonía me consume y no se ha inventado benzodiacepina que me calme. Lo mío no es común, es una patología distinta. Al menos, no hay documentación alguna para contrastar en ninguna base referida a la salud mental. Presiento que esta enfermedad llevará mi apellido, como ocurre con esos síndromes raros.

Debí hacerle caso a Silvio Rodríguez, que es la alegría de la huerta. Hace años me advirtió que "la medicina escasa, la más insuficiente, es la de remediar la mente". Aquí desolado, con ganas de vomitar la bilis y expulsado de mi entorno porque no opino como ellos. Sí, soy único en mi especie y repudiado por ella porque ayer fue 14 de febrero y no lo celebré. En este momento el enfermero me acerca una camisa de fuerza y no ofrezco ni resistencia, entiendo que estoy rematadamente loco. Seguramente me encerrarán en el más olvidado de los sanatorios, en el manicomio más remoto. En ese reservado para los intratables y los perturbados. En uno donde se aísla a las personas despreciables que, como yo, pensamos que lejos de algo material, el mejor regalo de San Valentín es un achuchón extraordinario en el rellano de cualquier escalera. Y heme aquí atado en mi desquicie de pies y manos.

@JC_Alberto