José Alberto González Reverón, exalcalde de Arona, que acumula sentencias por más de una veintena de años de inhabilitación, planteó un recurso de casación a la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo que le ha salido rematadamente mal. El hombre, que sale de los juzgados coleccionando años de inhabilitación y explicando que todos se produce por nimias irregularidades administrativas, ha visto cómo la Sala percibe en el "caso Sir Anthony" una actuación más irregular que aquella por la que fue condenado en la primera pieza separada del caso Arona. "Lo que califica la conducta del alcalde como un comportamiento penalmente sancionable y no como una mera ilegalidad administrativa", dice la sentencia, es "su actuación a sabiendas de que estaba cometiendo de manera arbitraria un acto de injusticia". El Supremo considera en su sentencia que el conocimiento por parte de González Reverón de que actuaba arbitrariamente "es determinante para diferenciar la mera ilegalidad administrativa, por grave que resulte, del comportamiento sancionado penalmente". Berto González Reverón acudió al Supremo a por lana y ha salido trasquilado.

Es lógico que ocurriera así: al exalcalde se le condenó por permitir la remodelación del hotel "Sir Anthony", del grupo Mare Nostrum, a sabiendas de que hacerlo constituía una ilegalidad flagrante. A cambio de cometer esa ilegalidad, quedó probado que Reverón recibió tratos y sinecuras especiales, entre ellos el uso de servicios VIP y atenciones singulares, habitaciones reservadas a las que acudía acompañado, y otras cosas por el estilo de las que el exedil disfrutó sin cortapisas durante la época dorada de la corrupción en Arona. Piensa uno que hay que ser muy torpe para montarse una vida paralela en un hotel del propio municipio, y encima pagar la habitación haciendo la vista gorda cuando en el hotel se meten en reformas, y pasando información a la propiedad del hotel mientras los funcionarios municipales realizaban el expediente de disciplina urbanística.

Por desgracia, aunque al final el Supremo haya revolcado de nuevo a Berto, su caso no es precisamente extraordinario: la nuestra es una región donde los alcaldes compran con dinero municipal playas que son del municipio, y lo hacen pagando a empresarios que han comprado esa playa a su vez con dinero prestado por una entidad financiera participada por el propio municipio. El nuestro es un país donde un presidente regional intenta enchufar a su sobrina y a otro se le compra con tres trajes y un reloj caro; donde el jefe del Gobierno y la cúpula del partido miran para otro lado mientras el tesorero amasa una fortuna, siempre que a ellos se les pase un sobre con sueldo complementario todos los meses; en un país capaz de repartir durante dos legislaturas los multimillonarios fondos del ERE a amiguetes; o donde un dirigente radical engaña a Hacienda y el otro a la Universidad. Un país donde los jueces graban a los jueces y conspiran con los acusados para ganarse el favor de los ministros, mientras los ministros tienen empresas en paraísos fiscales; un país donde el marido de una infanta roba a manos llenas y ella mira para Cuenca.

En un país así, un caso como el de Berto González no es la excepción, sino más bien la norma. Ese es, en realidad, nuestro mayor problema.