Los Indianos han evolucionado. Tanto la fiesta como las costumbres de los participantes. Una representación de "pueblo", auténtica, genuina, con guasa, que se ha convertido en un mogollón de gente que se lanza a la calle y se reparte por toda la ciudad. ¿Peor? Pufff... El cronista no es objetivo. Un "cuarentón" que vivió de joven los desfiles más apoteósicos del Bar Quitapenas a la Alameda, cómo no puede estar condicionado. Es que esto de ahora... ¿para qué mentir?

Tras recorrer la ciudad, una vuelta por el césped, la Pérgola, la calle Real o la Alameda, se llega a la conclusión de que es cuestión de adaptarse, de no enfadarse con que los Indianos se esté convirtiendo exclusivamente (o casi) en vestirse de blanco y tirar polvos de talco, de asumir la falta de teatralización, de olvidar el puro medio apagado en una boca que babea, del retornado que reparte dinero o de que las cifras de participantes sean lo más importante. Eso sí, al fin y al cabo cada uno se divierte como le place.

Ahora bien, una vez aceptada toda esa realidad indiscutible de los nuevos tiempos, con la que es imposible luchar por el tsunami de participantes, propios y ajenos, no se puede nadie llenar la boca hablando de exclusivos ni tan siquiera de auténticos. Una cosa (respeto al pasado) o la otra (modernidad), pero las dos a la vez no cuela.

Los Indianos es ahora una fiesta de todo el día, en la que se agradece escuchar música cubana en diferentes rincones. ¡Gracias chicos! Ayer las calles del casco histórico estaban (casi) llenas de fiesteros desde media mañana. Se mantiene, ¡por suerte!, La Espera, el acto que hace 25 años nació de la creatividad de Pilar Rey en memoria matinal de aquellos que regresaban de Cuba. Sobre las 13:00 horas, una mayoría se concentró en la plaza de España. Allí salió más tarde la Negra Tomasa. ¡Siempre nos quedará "Sosó"! Debería ser eterno. Es verdad que ya le puede faltar un poco de voz, pero sigue teniendo ritmo, desparpajo, salero... se mete en el papel hasta los huesos y el personal se lo agradece. La quieren. En él (o ella) nada ha cambiado. Pero ¿saben?, arriba, a las puertas de la parroquia, sobró gente. El acto no salió limpio. Al contrario, desde debajo de las escaleras costó incluso disfrutar del principal personaje que tiene los Indianos.

Con todo lo vivido, no son las dos (14 horas). Emociona encontrarse al cañón de polvos con su gente que repite cada año (enhorabuena), al señor de la maleta con el dinero que sobresale o a tres abuelas de pie en un banco de cemento que parecen, por la elegancia de sus vestimentas, que acaban de llegar de La Habana. Son la resistencia de los añejos indianos.

Toca ir a comer. Es el parón en espera del reparto de los 5.000 botes de polvos talcos que regaló Binter. La guagua para venir de Los Cancajos ya costó 2,50 euros, pero por el bocata de carne te piden 3,50. "Mi madreee", le largas al quiosquero. "Es lo que toca", te responde. Una caña y no pinchas nada. Eso sí, la mayoría de lugareños tienen sus vehículos aparcados con las reservas en el maletero. Otros llevan mochila. Hay grupos de personas salpicados por todo el casco. Se extienden desde la plaza de la Constitución, que en realidad no es plaza sino rotonda, hasta el Barco de la Virgen. La fiesta queda en manos de esa gente. De todos. Aquí no hay guión, escaleta ni ensayo. Tampoco espectadores. Pura improvisación donde todos son protagonistas.

Por la tarde, tras pelear entre miles de manos por un bote de polvo lanzado desde un camión, el ambiente se multiplica. El cronista ya va cansado. No hay un destino. No se marca un recorrido. Vas "picando" en diferentes grupos. Enganchando conversaciones. Y sí, te adaptas. No es plan de pelear contra el "sistema". La tarde cae, anochece y decides irte tras otros Indianos de eso que llaman nuevos tiempos.