Una amiga me confesaba el otro día que le estaba siendo infiel a su marido. Ella es médico y tiene una consulta de éxito, él es empresario. De puertas para afuera todo es un idilio de primera que se desarrolla en los entornos más elitistas. Con un tren de vida espectacular en cuanto a casas, coches y viajes, se intenta ocultar lo que resulta evidente: ya no está entusiasmada. La rutina mal llevada ha acabado con la pareja y ha matado el deseo. Hace poco coincidió con un amor platónico de su infancia, separado y que vive en Tenerife. Aprovechando que tiene familia aquí que no goza de buena salud, utiliza la excusa para venirse a ver a quien hoy es su amante.

Su marido lo ignora todo, pero para ella esto ya se ha vuelto complicado. Lo que fueron encuentros clandestinos para descargar la pasión que ya no existía en el matrimonio, se ha convertido en una historia de amor. Ella bebe los vientos por él y él por ella, que no sabe qué hacer. Hace unos días me preguntaba si debería romper su matrimonio con todos los líos que ello conlleva: hijos, trabajo, propiedades, estigma social... o debería resignarse a vivir una vida cargada de frustración y mentiras. Yo no te puedo contestar, le dije, jamás me he casado. El único consejo que le pude dar es que fuera honesta consigo misma y luego con el mundo. Me llamó hace unos minutos angustiada, no se atrevía a romper y enfrentar su desdicha. Prefería morir en una agónica vida gris de sufrimiento. Al colgar el teléfono sólo acerté a resoplar y a pensar para mis adentros: ¡mi madre, otra más!

@JC_Alberto