Cuando mejor creíamos que nos desenvolvíamos en Europa y que esta marchaba viento en popa, política y económicamente hablando, porque se suponía que entre todos habíamos conseguido forjar una maquinaria cuasi perfecta; de pronto, han comenzado a chirriar algunos engranajes y a descuadernarse algunas carlingas -véase el "brexit"-, dejando ciertas vergüenzas al aire. Todo comenzó -aunque parezca mentira- con la "invasión musulmana" que Europa está sobrellevando como puede desde hace algún tiempo a través del continuo flujo de inmigración proveniente de países como Argelia o más tarde como consecuencia de guerras como las de Irak y Afganistán y, desde hace unos años, se ha acrecentado con la salida de cientos de miles de refugiados que huyen del horror de la guerra de Siria, con la esperanza de encontrar la paz y un futuro mejor para ellos y sus familias.

Estos hechos están provocando en Europa una acción-reacción política y social que ha logrado alterar los equilibrios políticos, ideológicos e incluso morales y religiosos de la mayoría de las sociedades que la componen; contribuyendo a la aparición en la escena europea de nuevos partidos políticos que, dirigidos por unos líderes populistas y ultraconservadores, consideran que se está poniendo en riesgo la propia cultura e identidad de Europa y, por consiguiente, de sus habitantes. Se vuelve a hablar del término "Eurabia", que ya popularizó en los años 90 la periodista italiana Oriana Fallaci. Y, en cierto modo, no les falta del todo la razón.

Sin necesidad de generalizar, es un hecho que la mayoría de los inmigrantes de origen musulmán que se asientan en las ciudades europeas no son capaces de integrarse ni de adaptarse a las normas, leyes, usos y costumbres de la sociedad donde son acogidos. No están "preparados ni educados" para entender y, por consiguiente, para compartir los valores y los principios de libertad y democracia que caracteriza a la actual Europa. Es más, crean guetos donde viven prácticamente como si estuvieran en sus lugares de origen, creando muchas veces problemas de seguridad y convivencia.

Sí es cierto que existen otros colectivos que tienen sus propios barrios como el chino, el sudamericano o el senegalés, pero, a diferencia de aquellos, estos no suelen confundir el Estado con la religión ni la democracia con la intransigencia; ni imponen a los demás modos y costumbres que ellos llevan a rajatabla y que, curiosamente, en sus países de origen, no admiten igual reciprocidad con aquellos que los visitan; y no digamos ya con los extranjeros que residen en ellos.

En estos momentos, los refugiados constituyen, por desgracia, una herramienta política de negociación y muchas veces de chantaje entre determinados Estados que no pueden seguir acogiendo a más personas. De hecho, Turquía constituye ahora "el tapón" a dicho flujo que Europa ha logrado colocar a cambio de una generosa contraprestación monetaria, pero que está a punto de saltar por los aires debido al conflicto diplomático entre Holanda y Turquía. Y de eso se aprovechan los que están en contra de la civilización.

No olvidemos que en Holanda, donde hay algo más de 16 millones de habitantes, 800.000 son musulmanes; debido a ello, y teniendo en cuenta la deriva despótica del presidente turco, el primer ministro holandés prohibió la entrada a dos ministros de Erdogán, que pretendía hacer campaña entre la clientela turca; es más, el Gobierno holandés impondrá este año a los refugiados que lleguen la obligación por escrito de que se comprometerán a respetar la democracia y los valores occidentales, incluyendo la separación entre el Estado y la Iglesia, así como el respeto a la igualdad de hombres y mujeres y la libertad de credo y expresión; eso sí, sin que por ello ninguno de ellos tenga, a su vez, que renunciar a su cultura, idioma, religión y costumbres. Todo es cuestión de equilibrio y de civilización.

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