No creo que haya articulista en el mundo que no haya tratado en alguna ocasión el socorrido tema de las cacas de los perros. Aquí, en Tenerife, no solo es abordado por quienes expresan en los medios de comunicación las inquietudes ciudadanas: son estos mismos, los ciudadanos, quienes acuden con frecuencia a las cartas al director para formular quejas por los problemas que esa plaga provoca en la diaria convivencia. Son siempre las mismas, con el mismo guion, variando solo el emplazamiento. Puede ser una plaza, un parque, una calle o una avenida, puesto que aparentemente el mejor amigo del hombre no distingue el aspecto del lugar: se lleva siempre por su olfato y por el recuerdo o fantasías que el aroma que huele le provoca.

Si exceptuamos a algunos desalmados que no quieren saber nada del mundo animal, ¿quién no siente una ola de calor y afecto cuando un perro, grande o pequeño, se le acerca meneando el rabo y poco menos que exigiendo una caricia? En los recintos que el ayuntamiento capitalino ha instalado en el García Sanabria y La Granja somos espectadores a diario de escenas enternecedoras. En ellos "los usuarios" corren, juegan, se "pelean"... y defecan, sin consecuencias por fortuna para sus dueños, puesto que todos están atentos para acudir con la imprescindible bolsita que la responsabilidad ciudadana exige. Y lo mismo ocurre por las calles de la ciudad: ni a la emperifollada damisela ni al atildado caballero le supone traba alguna "calzarse" la bolsita de marras y recoger la "huella" de su mascota.

A pesar de las quejas que los periódicos recogen, hay que reconocer que el comportamiento ciudadano en ese sentido ha mejorado mucho. Siempre habrá quienes no harán caso de los bandos municipales avisando de la imposición de multas a los incumplidores -lo mismo sucede con los grafitis-, pero me da la impresión de que las multas se incrementarían sensiblemente si nuestro ayuntamiento hiciese caso a lo que algunos vecinos exigen: que los propietarios de los perros no solo recojan las cacas, sino que limpien su orina. Para ello, dicen, nada más fácil: bastará proveerse de una botellita de agua y rociar con ella el rastro que el animal deja a su paso por la zona. La petición parece justa... si se pudiese llevar a cabo. Personas con quienes he hablado y lo han intentado me han dicho que resulta imposible. Si el perro es grande -y si es pequeño sucede lo mismo- el animal pretende olerlo todo, va de un lado a otro, se detiene a cada momento, por lo que a veces ni las dos manos son suficientes para dominarlos. Teniendo esto en cuenta, ¿cómo va uno a sostener la dichosa botellita?

Pero hablando ahora de mi propia experiencia, he de reconocer que para mi perro -de mediano tamaño, unos veintitrés kilos- necesitaría no una botellita de medio litro, sino una de un litro y medio; mejor dicho, una garrafa de cinco litros, porque cada vez que micciona la cantidad es muy pequeña, de tal modo que los riegos tendrían que ser muy frecuentes. Me parece que los que exigen la mencionada limpieza deberían de tener un poco de paciencia y esperar a que se invente -igual ya está inventado- un tipo de espray que con un par de pulverizaciones bastaría para eliminar los efectos de la orina perruna; por lo menos en lo que a mí respecta, pues no estoy dispuesto a cargar la garrafa en cuestión.

Sin embargo, se me ocurre ahora, ¿no protestarán los ecologistas cuando el uso de los necesarios aerosoles se imponga?