Estoy de acuerdo con los que consideran que la piel del pescado, claro que según de cuál se trate, forma parte del todo, dicho esto por los crujientes que suelen ponerse periódicamente de moda. Es algo así, en plan exagerado, como si nos ofrecieran un plato en que uno de los complementos fuera la cáscara del huevo, sin clara ni yema.

Pero en realidad, del género marino lo que quería confesar en mi caso es que con las espinas soy o me pongo un poco "atacado". Esta misma semana me ha pasado con un desfile maravilloso de especialidades en Lanzarote y Tenerife. A veces pierdo oportunidades de disfrutar con "piezas de quilates", pero que son muy espinosas: me da rabia porque me suelen decir "¡te dejas lo mejor!".

A pesar de que he mejorado considerablemente en esa mañas a lo largo de los años, sinceramente me suelo alegrar si me viene el pescadito churruscado al punto -uf la morena-: lo mejor es el conjunto, bien entendido, el todo: carne, espinas (crujientes) y piel crocante.

Una de las especies que, en realidad, admiten un festival de variantes sin que uno se tenga que descuadrar con la ración que se nos presenta en el plato es el lenguado, que presenta posibilidades de "disección" como pocos; es que aún me persevera en la memoria uno de dos kilos que compartí con el colega José Luis Conde en el casco viejo de San Sebastián (por ahí anda la foto). El animalito hizo que me envalentonara en aquella ocasión: ni espinas ni nada, perseverancia.