Leo en "El País" un extraordinario artículo de Luz Sánchez-Mellado sobre los estragos de la vida y los subterfugios para escapar a ellos. Nos recuerda el asco que siente por un mundo sin viejos. Un mundo en el que quienes pueden permitírselo y tienen estómago para hacerlo optan por instalar sus años y sus arrugas en una suerte de neblinosa perfidia de mentiras quirúrgicas o químicas que camuflan las señales dolientes del paso del tiempo. Es un artículo estupendo, como todos los de Luz, pero no debería preocuparse tanto: el engaño solo está al alcance de unos pocos (des)afortunados. El común convive con los anhelos y achaques de su propia decrepitud, y a lo único a lo que aspira es a tener una pensión si no digna al menos suficiente, un hueco en las listas de espera y una vida no absolutamente alienada.

Vivimos en el tiempo de una juventud asirocada, consentida y condescendiente, que comienza a ser minoría. Leo en otro periódico que en Japón las ventas de pañales para adultos han superado ya las de pañales para bebés. El mundo desarrollado camina irremediablemente hacia una demografía de la senectud, sin percatarse de que ese cambio requiere también modificar las políticas y los discursos. Estoy hasta aquí de próceres que cultivan promesas de redención universal y recetas de optimistas para consumo de ninis, mientras se olvidan de que hoy -en este país que no hace tanto vivía el milagro del "baby-boom"- son más los mayores de 65 que los menores de 19. Es un proceso irreversible, apenas frenado algún punto porcentual por la pujanza demográfica de centenares de miles de emigrantes que nos traen la certeza de una sociedad más mestiza y menos agostada.

Para los millones de mayores o los que se encaminan a serlo, no hay nada nuevo: pensiones menguantes, más años vividos en la escasez, más esperanza de vida y dolores por delante -cerca ya de los diez mil centenarios en España- y la realidad de una desatención absoluta de los que sean incapaces de valerse por sí mismos. No hay valores familiares que protejan a los viejos, ni recursos para la dependencia, ni dinero para residencias de ancianos, ni políticas geriátricas. La gobernanza vive completamente de espaldas al que es -sin duda- uno de sus problemas más trascendentes: la nación envejece, pero ni eso, ni los cinco millones de ancianos del país, le importan una higa a nuestros señores instalados o a esos jóvenes gatopardos que quieren cambiarlo todo para que todo siga igual.

Una señal más: leo -últimamente me es fácil tropezarme con visiones de vejez por todos lados- que en ese mismo Japón donde se compran más pañales para prevenir pérdidas que para niños, la delincuencia senil supera desde 2013 a la delincuencia juvenil. Un ejército de mayores sin trabajo, ni vivienda, ni pensión, comete pequeños delitos, hurtos y gamberradas menores. Los viejos quieren ser internados en las cárceles: "Aquí les dan de comer, tienen un techo, cuidan de ellos...", explica una trabajadora social. Algunas prisiones del país están ya dedicadas exclusivamente a ancianos... "Prefieren la cárcel para no sentirse solos y hacer amigos".

En España hay hoy mucha más población reclusa en las cárceles que ancianos en residencias públicas. Si nadie se ocupa de resolver el problema de este principio de siglo, quizá y algunos años acabemos mirando las prisiones de manera muy distinta...