El tiempo, con su calendario inexorable, nos devuelve cíclicamente a la celebración de fiestas y ritos tradicionales, y por ello no nos olvidamos del ritual de la Semana Santa, donde, por cuestiones económicas, lo que antes era una celebración solemne se ha convertido en cierto modo en una fiesta callejera preñada de turistas con móvil en ristre que compiten por captar las imágenes inspiradas en una estética de tortura y humillación pública, cuyo mayor valedor era la Inquisición, y el protagonista era siempre algún reo indultado al que se le vestía de túnica y capirote, de acuerdo con el delito cometido. Nosotros, para no ser menos, revivimos la procesión del Preso, que partía del Tenerife 1 y solía ser algún condenado a prisión al que le quedaban pocos telediarios tras las rejas. Y como esto despertaba el morbo de la curiosidad malsana, la parafernalia resultaba un éxito rotundo, ya que hasta los mismos padres llevaban a sus hijos con la historia aprendida de antemano para despertar su interés y cumplir con la tradición hereditaria que traspasarían a la siguiente generación. Esto, dicho en teoría, porque hoy por hoy la práctica religiosa ha menguado en función de las modas y costumbres al uso, que ya no consisten en silenciar las emisiones de radio, que sólo tocaban música clásica y marchas fúnebres, sino que estaba tan mal vista la manifestación de alegría entre las propias familias que se amonestaba al atrevido/a que entonase una copla de moda. Tampoco se podía vestir con tonos frescos y desenfadados, propios de la estación primaveral, sino más bien prendas de tonos oscuros con predominio del negro más triste y deprimente. Incluso los niños, ajenos por completo al guión impuesto por la Dictadura, eran aleccionados para cumplir unas normas que no entendían, siendo su única experiencia contemplar los pasos procesionales y a los penitentes, vestidos de modo uniforme y portando llamativos candelabros o báculos y enormes escapularios en el pecho, a cual mejor bordado; sin olvidarnos de las clases pudientes femeninas, exhibiendo enormes peinetas, tocadas de encaje y cubiertas de joyas de los pies a la cabeza para dar fe de su poderío y opulencia. Tampoco olvidamos la comitiva oficial -que me consta que hoy hay ediles que participan por sorteo previo, o se reparten las procesiones como los soldados romanos que se jugaban a los dados la túnica de Cristo-, y presidiendo el acto la autoridad religiosa local, que gozaba del máximo protagonismo en su celebración más significativa. Una tradición que volvió a tomar auge con el nacional-catolicismo hasta nuestros días.

Algunos representantes eclesiásticos, más coherentes con la nueva forma de vida, hablan del reencuentro familiar en convivencia, siquiera por un tiempo breve, para paliar la escasa relación que se obvia el resto del año, en un lugar que puede ser un apartamento junto a una playa o bajo una tienda de campaña; donde los más jóvenes se afanan en disfrutar del ocio, acordado previamente con una llamada de móvil, que hoy equivale a ese escapulario de antaño ya citado, colgado incluso a modo de cencerro y aislado con unos auriculares como una especie de zombis del siglo XXI.

Sin pretender escandalizar a nadie, dicho sea dentro del respeto a las creencias ajenas, la verdadera celebración, cuando hay voluntad, reside en uno mismo respecto a los demás. De ahí que es lógico separar la buena disposición de la falsa ostentación de los sepulcros blanqueados. Así, pues, considerando que ya conocemos de memoria todas las películas sobre temas bíblicos, y que el ayuno y la abstinencia de comer carne son algo voluntario -los pescaderos se ponen las botas-, la importación de costumbres ajenas con sus chocolates de Pascua en forma de huevos o de animales y el pescado en escabeche -en lugar de los empalados o flagelados- y todos los productos derivados de las fiestas agrícolas paganas se entremezclan con las tradiciones cristianas al uso. De modo que seguirán yendo los costaleros al traumatólogo el día después, las autoridades cívico-religiosas volverán a sus tareas y los pasos y las imágenes se guardarán en una hornacina de la capilla más apartada de la iglesia hasta la próxima celebración. Algo muy habitual y conveniente para la economía local, como la sevillana, que mezcla devoción y pasos con tapas, finos y "rebujitos" para los locales y visitantes como un inacabado culto a la pasión a la carta.

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