Quienes vivimos la elaboración del Estatuto canario no podremos olvidar lo que costó su redacción. Diariamente se nos ofrecían por los medios de comunicación informaciones más o menos sesgadas de lo que en las reuniones se cocía, y las conceptúo de ese modo porque los mismos participantes en ellas intuían con auténtica clarividencia los problemas que ocasionarían sus deliberaciones si se hiciesen públicas. El escaso peso de las llamadas islas periféricas tenía que ser tenido en cuenta, pues se quería evitar la posibilidad de que no fuesen consideradas sus opiniones llegada la hora de la toma de decisiones. El concepto de "isla" está tan profundamente enraizado en la idiosincrasia del canario, y somos tan conscientes de que esa unidad archipielágica de la que tanto presumimos apenas existe, que, temiendo la imposición de las islas mayores, las pequeñas se revuelven como gato panza arriba, pues en ello les va su supervivencia.

En aquellos momentos en que se discutía sobre cómo debía ser la autonomía canaria, las deliberaciones -más bien las discusiones- tuvieron que ser muy encendidas. Si se trataba de la formación del parlamento, es decir, el número de sus componentes, una vez fijado este en sesenta, me imagino los tira y afloja que se habrán producido al creer todos que estaban en posesión de la verdad. Al final se optó por la situación vigente, que establece la elección de quince diputados representantes de Tenerife, otros quince para Gran Canaria, y los treinta restantes elegidos por las otras cinco islas. Quedaron así satisfechos los anhelos de La Palma -sobre todo-, La Gomera, El Hierro, Lanzarote y Fuerteventura, que desde el primer momento se percataron de que en gran medida tenían en sus manos la gobernabilidad de la región; serían, si así lo querían, la bisagra que impediría en el parlamento la toma de decisiones contrarias a sus intereses.

Pero la situación descrita creo que tiene sus días contados. Los partidos que conforman el mapa político de las Islas parecen no estar dispuestos a soportar una situación totalmente absurda, signada en un momento que las circunstancias exigían. En las últimas semanas las manifestaciones, privadas y públicas, han sido frecuentes, y de ello se han hecho eco todos los partidos políticos. En efecto, no parece lógico que 1.200.000 canarios elijan 30 diputados, y que al mismo tiempo el mismo número sea elegido por solo 400.000. Una democracia, con todos los defectos -ya lo dijo Churchill: "La democracia es el peor sistema de gobierno inventado por los hombres. Con excepción de los demás"-, no puede permitir -o no debe-, si se preconiza el principio de "un hombre, un voto", que 400.000 tengan la misma fuerza que 1.200.000. Con esta idea resulta comprensible que muchos sectores de la población canaria aboguen por el cambio de la ley electoral que nos rige, y ya desde ahora cualquiera puede aventurar que no es nada fácil.

Contando con lo difícil que será buscar una solución, pues los representantes de las islas periféricas no van a permitir que se les perjudique, creo que lo primero que debe hacerse es convencerlos de que eso nunca va a ocurrir; de que no van a quedar como el hermano pobre, que sus derechos van a ser siempre reconocidos. ¿Es que, acaso, Gerona se siente perjudicada ante Tarragona, Córdoba ante Málaga o Vigo ante La Coruña? Cada una de ellas se siente representada en su comunidad, y en nuestro caso no debería ser distinto aunque seamos islas. Es preciso que ese ambiente perturbador desaparezca de nuestro entorno, y esa debe ser una tarea importante del gobierno. El diálogo es ahora, más que nunca, imprescindible.