Hace unos días entré en una sucursal bancaria que estuvo vinculada a mi trabajo, y pregunté a una joven empleada por una compañera, porque los últimos datos que poseía la situaban como subdirectora de la oficina. Aquella fue y es una generación, indudablemente mejor preparada que las anteriores plantillas, que, salvo en mi caso y el de otros pocos que opositamos, accedieron a la empresa como botones para los recados, con sólo las cuatro reglas aritméticas y un moderado conocimiento de lectura.

En este estado de cosas, entré por oposición, quizás con cierta ventaja por mis estudios sobre ellos, pero carente de toda experiencia laboral en aquella jungla crediticia. Una convivencia que, en principio, se me hizo cuesta arriba, ante la indiferencia de muchos compañeros que me miraban casi como a un intruso. Y digo bien muchos, pero no todos, porque desde un principio conté con la impagable ayuda de mi amigo Urbano, un güimarero algo mayor que yo, parco en palabras pero próvido en gestos, que sin pedírselo se brindó a ayudarme y rehacer parte de mi trabajo asignado a un tiempo que el suyo mismo, porque tenía una voluntad asombrosa para asimilar casi de inmediato cualquier tarea que se le asignase. Pasaron los años y nuestra amistad, sin alharacas, se fue ganando un grado de respeto mutuo. Tanto que cada uno tomó el derrotero apetecido; yo con mi afición por la poesía y él con ese amor inconfundible que le prodigaba a la finca heredada de su padre, sabedor de su querencia por la agricultura. De esta manera, al terminar la tediosa jornada intensiva, muchas veces con una climatología sureña extremadamente calurosa, tomaba el rumbo de la autopista hasta su espléndida finca güimarera, en donde faenaba febrilmente hasta la puesta de sol para volver a casa. Indudablemente, pese a su carácter algo introvertido, se prodigaba con generosidad con algunos de sus compañeros de trabajo, a los que, todo hay que decirlo, invitaba con frecuencia a una barbacoa o a una comida típica recién cocinada, bajo la sombra de su amplia terraza y a la vista de su mar interior de frutales. Un mar del que solía ofrecerme sus frutos tras una inesperada llamada de teléfono, para que acudiera a recolectarlos y escogerlos con mis propias manos inexpertas.

Pasaron los años tras la jubilación, siempre con algunas de mis visitas esporádicas a su feudo agrícola, donde solíamos departir de temas comunes de un pasado laboral, no siempre pródigo en recuerdos de convivencia interpersonal; tanto que en más de una ocasión lo aludí en mis comentarios con el sobrenombre del "agricultor", poniéndolo como ejemplo de laboriosidad y amor a la tierra que heredó de sus mayores, y que supo ser fiel al acuerdo sin palabras con su padre, donde un simple gesto o un apretón de manos tenía más valor que una firma en un documento. Me consta, porque me lo decía, que su aspiración era tener continuidad en sus hijos, pero obvió el detalle generacional que -salvo el de su inseparable esposa, Luisa- cambia las metas personales cuando se tiene el privilegio de acceder a unos estudios superiores, y donde los objetivos son loables pero radicalmente distintos. La última satisfacción fue disfrutar de la llegada de su nieto Mateo y el orgullo de que Luís, su benjamín, con la misma voluntad que él, obtuviera el número uno en unas oposiciones administrativas. Ignoro el derrotero que tomará la finca de tus sueños y esfuerzos, pero si sé que con los mismos y tu labor de bancario has conseguido un triunfo personal y familiar. Vaya mi pésame a toda la familia, en especial a tu esposa Luisa y a tus hijos María del Cristo, Francisco Javier y Luís Urbano. Descansa en paz, amigo, que este único vocablo resume el aprecio que te he tenido siempre.

jcvmonteverde@hotmail.com