Mientras la Unión Europea se recupera del infarto, tras el susto francés de las presidenciales, la victoria del centrismo proeuropeo y la derrota de las posiciones populistas, en España seguimos en esta extraña éxtasis donde casi todo está pendiente de que pase algo. Es esa situación en la que no muere lo que tiene que morir y no nace lo que tiene que nacer. El PP se enfrenta al inesperado desgaste de nuevo escándalos, al que echaron la cabeza de Aguirre en la esperanza inútil -nunca mejor dicho- de calmar a las fieras, sin saber que la degollina iba a seguir con Cifuentes y seguirá in crescendo hasta lamer los tobillos del propio e inmarchitable Rajoy. Y por otro lado, tenemos un PSOE aturdido que desembarca hoy en no en el fin del principio sino, tal vez, en el principio del fin. Mañana se sabrá el nombre del nuevo secretario general del PSOE, aunque tal vez sea mucho más importante preguntarse si tendrá un partido que dirigir.

Las fuerzas del viejo sistema yacen boqueando como un pez fuera del agua.

La socialdemocracia europea está descascarillada por el auge de una izquierda populista que vive del oportunismo. La crisis ha pasado un factura muy costosa a los moderados. Y de nada vale que el ejemplo de Grecia haya demostrado que los que ofrecen soluciones fáciles a problemas complejos son, en realidad, vendedores de crecepelo. En España, el verdadero problema del PSOE no es su partido antagónico -el PP-, sino la ominosa presencia de Podemos, un partido que amenaza desde la "izquierda verdadera" con devorar los restos del socialismo. Pese a lo que parece, no es un problema intestino: es un hecho probable cuyo impacto alcanza a toda la sociedad.

Tal vez sea bueno recordar que el verdadero cambio de este país se produjo a partir de 1982 con el primer Gobierno socialista de Felipe González. Los que hoy reescriben la transición desde un sillón de orejas y una democracia de botellines, no vivieron el ruido de sables de los cuarteles, ni le temblaron las canillas con el conato de golpe de estado del 81. Por eso desprecian la transición ninguneando a quienes desde un lado y del otro fueron capaces de hacer un viaje de pacífica coexistencia tras un régimen dictatorial de cuarenta años que aún tenía millones de felices adeptos entre la ciudadanía. Cuando los socialistas llegaron al poder, tras el último Gobierno de Calvo Sotelo, al país entero le entró un jamacuco. Los rojos habían llegado. Tuvieron que pasar algunos años para comprobar que fue la mejor noticia. La gente vio que aquellos tipos con chaqueta de pana eran en realidad gente sensata y con las cabezas mejor amuebladas del momento.

No voy a recordarles las cosas que hicieron los socialistas, pero le dieron la vuelta al país como a un calcetín. Como diría aquel Alfonso Guerra, dejaron a España que no la reconocía ni la madre que la parió. Se equivocaron en algunas cosas y acertaron en otras muchas. Nos metieron con los restantes países europeos en la defensa y en la economía, transformaron sectores obsoletos, impulsaron reformas sociales y consolidaron las libertades y un estado de bienestar. Fue un milagro tan grande como la propia transición.

Los años de la crisis económica han despertado de las catacumbas a los defensores de un Estado todopoderoso y unos ciudadanos concebidos como simple tornillería. Dicen que el libre mercado es perverso porque hace a los ricos más ricos y más pobres a los pobres. Los poderosos lo manipulan todo y gobiernan en la sombra. Y dos huevos duros. El conflicto ya no es de izquierdas y derechas sino de demócratas y populistas. Los primeros visten los andrajos de la responsabilidad de haber apechugado con la crisis de la deuda, el hundimiento económico, la crisis bancaria... Y los segundos han crecido por toda Europa desde la xenofobia laboral, la exaltación del nacionalismo laboral, la aversión a la inmigración o las promesas de un paraíso social donde todo el mundo tendrá un sueldo del Estado por el hecho mismo de haber nacido ciudadano, sin que quede claro quién es el primo que lo va a pagar.

Que se hunda el PSOE devorado por su izquierda será una mala noticia para este país. Pero es algo que puede ocurrir. Este lunes podemos asistir a la quiebra de un partido histórico, escindido irremediablemente en dos bandos antagónicos. Pablo Iglesias (Turrión), está sentado en el trono de hierro de lo que sería la única alternativa posible al Partido Popular. Con lo que después de un largo viaje volveríamos al punto de partida: un sistema de alternancia política. De Cánovas y Sagasta a Cánovas y Pablo. El bipartidismo ha muerto, ¡viva el bipartidismo! ¿Y para ese viaje tantas alforjas?