La pasada semana, una grabación de móvil ampliamente difundida en redes y medios tradicionales, mostraba la agresión que sufría una menor, a la que otra, jaleada por varias colegas, pateaba y tiraba de los pelos, a la puerta de un instituto de La Laguna. El impacto de las imágenes, repetidas hasta la saciedad, provocó la intervención judicial y política. El Gobierno regional ha prometido más fondos y recursos para atajar la violencia en las aulas, y la Fiscalía de Menores ha abierto una investigación que vincula esta agresión con un anterior caso de acoso sufrido por la menor, y que concluyó con la expulsión provisional del alumno agresor. Fueron menores vinculadas al expulsado las que pegaron a la joven previamente sometida a acoso, colgaron su hazaña en las redes y consiguieron -gracias a la tele- alcanzar fama nacional. Ahora se ha descubierto otra grabación de móvil, que muestra que la menor agresora organiza peleas entre chicos.

Peleas ha habido siempre en los colegios, igual que problemas de acoso. Ser el rarito de la clase, el tartamudo, el miope o la gorda siempre supuso un hándicap. Que haya violencia en las aulas es el resultado lógico de que haya violencia fuera de ellas. La nuestra es una sociedad violenta, donde la agresividad se considera a veces un mérito. No somos una sociedad más violenta que la de hace cincuenta años, en absoluto. Hace medio siglo, en los colegios nos peleábamos a pedradas sin que a nadie le importara una higa, había crímenes brutales -como los hay ahora-, una generalizada concepción de que la violencia doméstica era un asunto privado, y además el Estado ejercía su violencia cotidiana sobre cualquier disidencia. Lo que hay ahora en la sociedad española no es más violencia estructural, sino más gente, más casos de violencia y -sobre todo- un tratamiento espectacular y en muchos casos absolutamente banal de esa violencia, tanto sea violencia en las aulas, machista, de bandas, o terrorismo. Hoy somos más conscientes de la violencia, incluso de la que existe en nuestro entorno más cercano, porque somos más capaces de identificarla, y porque la violencia se ha convertido en un extraordinario reclamo para las audiencias.

Pero no tiene sentido culpar a los programas de televisión o los videojuegos de la violencia. Ni siquiera de la violencia escolar. Primero porque no sirve para nada: los programas de televisión y los videojuegos no van a cambiar. Mejor haríamos reflexionando sobre los valores que transmitimos a nuestros hijos: desde muy jóvenes perciben que son el dinero, los bienes materiales, y un determinado modelo de belleza física las claves del éxito. El ascenso y reconocimiento social se contabiliza sumando las cosas que tienes y lo guapo o guapa que eres. Da igual si para tener cosas mientes, engañas o robas, y si para ser sexy y atractivo falseas quien eres, te pones tetas o privilegias tus comportamientos sexuales sobre los emocionales. En la escuela, valores como el esfuerzo, el desarrollo de la capacidad crítica, la tolerancia, la empatía con los demás, el respeto, la amistad o la solidaridad son menos importantes que la marca de tu teléfono, tus tenis o tus pantalones o el número de parejas sexuales de las que puedes presumir. En la mayor parte de familias, y en las escuelas, no se enseña a los chicos a identificar y aceptar la frustración, a desarrollar inteligencia emocional y evitar que la rabia, el deseo o la envidia controlen sus actos. La respuesta social ante la violencia, sea del tipo que sea -en las aulas, machista, de bandas o terrorismo-, es siempre la misma: espectáculo, indignación y promesas de recursos que no resuelven absolutamente nada.