En EL DÍA tuvimos a principios de los años 70 del siglo pasado una enorme suerte teniendo a José-Miguel Ullán en París. Gracias a él escritores muy grandes, como Octavio Paz y Severo Sarduy, publicaron en estas páginas.

Entonces, este poeta expatriado, nacido en Villarino de los Aires, ejercía como periodista en las emisiones en castellano de Radio Francia Internacional. Hacía entrevistas literarias, con las que se ganaba la vida. Y vivía muy modestamente, casi de prestado en un país que le permitió aquel exilio raro.

Ullán se había ido de España cuando le llegó la carta de llamada del servicio militar. En aquel entonces un hombre de izquierdas o comunista, o simplemente un progresista que hubiera expresado opiniones políticas, y no tan solo, podía ser enviado a las tinieblas africanas o a destierros menos benignos, cuando no a la cárcel cuartelera directamente. Y Ullán no estaba por la labor.

Para vivir en París con cierto decoro civil el poeta necesitaba muchos apoyos exteriores. Uno de ellos fue el que le prestó EL DÍA. Era sencillo: él escribiría casi cada semana para el recién creado suplemento literario, Tagoror, y nosotros le enviaríamos copias de lo publicado. Esos ejemplares los presentaría en la policía parisina y automáticamente se le tendrían en cuenta para la correspondiente validación de su permiso de residencia.

De ese modo contamos en ese suplemento, y en EL DÍA, naturalmente, con la colaboración habitual de uno de los mejores poetas (y periodistas) de varias décadas de la cultura en español en el mundo. Ullán era, además, una persona muy apreciada por todo el mundo, desde Julio Cortázar a Octavio Paz, desde Severo Sarduy a María Zambrano, así que ejerció ese poder afectivo para convertir a algunos de ellos (a casi todos) en colaboradores nuestros. Para el recién nacido Tagoror esa fue una fortuna que los lectores agradecían también. Tener, entre otros, a Octavio Paz y a Severo Sarduy entre las firmas que escribían en el suplemento no sólo era una suerte y un orgullo, sino una comprobación de que no estábamos tan lejos del mundo.

Algún tiempo después, en 1972, hice un viaje a París y allí conocí a José-Miguel Ullán. Era un personaje estirado, larguirucho, como Anthony Perkins; tenía las cejas pobladas y algo juntas, y su rostro era el de un hombre sereno que, además, fumaba muchísimo. Como un carretero. Era extremadamente inteligente, un escritor formidable, un poeta radicalmente bueno y exigente que tenía, además, un criterio implacable. Un día le dejé un libro mío. Empezó a tachar y creo que en el libro quedaron una oración o dos, nada más.

Las coincidencias de la vida hicieron que, una vez acabada la égida franquista, tan oprobiosa, Ullán regresara a España, y tuviera que cumplir con el servicio militar, del que yo, por otra parte, me había librado por asmático. Ullán hizo la instrucción en Hoya Fría; yo ya era corresponsal en Londres, y mi mujer, aún en la isla, se ocupó de él... como una madre. Cuando salía de permiso cuartelario, Ullán paseaba con ella por la ciudad y por la isla, y dormía en la habitación que generosamente me había prestado antes José Ángel Domínguez Anadón, arquitecto, el corrector lúcido de todos mis libros.

Pasó el tiempo, Ullán se hizo muy famoso por sus entrevistas en prensa y en televisión, y un mal tremendo, el cáncer, se lo llevó demasiado pronto, privándonos de esa inteligencia exigente que tanto nos alertó sobre la facilidad de caer en la tentación de la idiotez.

Me viene a la memoria esta figura y aquella coincidencia, la colaboración en EL DÍA de las firmas más importantes de la literatura en español de la época, cada vez que evoco la historia de Tagoror. El suplemento apareció una vez que La Tarde liquidó la muy interesante Gaceta semanal de las artes que con tanta destreza dirigió Pedro González, pintor y escritor tan inolvidable. El director, Ernesto Salcedo, había aguardado a que don Pedro dejara esa página para no competir con él, y Pedro fue luego, además, colaborador nuestro. Casi al tiempo Elfidio Alonso hacía, los sábados, me parece su impar Letras Canarias, cuya colección daría hoy pie para una tesis sobre cómo EL DÍA contribuyó a descubrir glorias isleñas que el olvido, o el azar, de entonces habían mantenido en la oscuridad.

Tagoror, que hacíamos en comandita algunos colaboradores externos, como Alberto Omar, Julio Pérez o José Luis Toribio, y el periodista que suscribe, fue diseñado al milímetro por un genio de la maquetación, Juan Pedro Ascanio, diseñador comunista que vivió en el exilio argelino y que se reincorporó al trabajo en Tenerife alcanzando responsabilidades muy altas: él era el artista que dibujaba la primera página, entonces de tamaño sábana. Pero su dedicación más querida era la que le prestaba a Tagoror. Daba gusto trabajar con él: canturreaba siempre, paseando, desnudo de cintura para arriba, tapado solo con el mono azul. A medianoche, exactamente a las 00.00, venía a la Redacción, y ahí, en silencio, se tomaba un helado de vainilla. Todo lo hacía fácil, y todas las complicaciones del diseño él las arreglaba canturreando. Era un comunista de verdad, de los antiguos, y hasta el final. Nunca olvido cuando me recitó, a pie firme los dos, en una esquina de la calle del Pilar, la oda que Neruda le dedicó a Stalin. Aquel entusiasmo a héroes pretéritos nos daba escalofríos, pero a él le daban alegría.

Tagoror tuvo, en el tiempo que nos tuvo ahí, al frente, junto a Ascanio, el valor de abrirnos al mundo; Letras Canarias nos puso al tanto de lo que había dado de sí la imaginación o la lírica insulares. Elfidio llevaba todo muy ordenado a la Redacción. Yo soy de natural desordenado. Menos mal que existía Ascanio, menos mal que estaba Ullán. Y menos mal que teníamos la energía de juntar, cada semana, la ambición de hacerlo bien con la benevolencia del periódico que acogió a aquellos locos que éramos, de la literatura y del periodismo.