No hay oficio más pegajoso que este. Si no estás en la Redacción tienes la sensación de que te estás perdiendo algo. Y si estás parece que estás perdiendo el tiempo: que en realidad tendrías que estar en la calle a ver qué pasa ahí, donde se cuece la vida.

Ni tanto ni tan poco, pienso ahora. Hay que estar en la Redacción y hay que salir a la calle; si en un sitio no haces nada y tampoco haces nada en la calle mejor deja el periodismo. En mi caso personal, a mi me gustaba, en la juventud, que se hizo en este periódico y, antes, en La Tarde, estar en la Redacción, y llegar temprano.

Empezaré con lo que me pasó en La Tarde, en cuya Redacción propiamente dicha no trabajé. Enviaba los artículos, las entrevistas o los reportajes, o los llevaba en mano. Me encantaba ir, respirar aquella atmósfera de locos, en la que destacaban la calva y la humareda que soltaba el director, don Víctor Zurita, que siempre se estaba escondiendo. Era, debía serlo, un hombre tímido rodeado de tímidos. Don Ángel Acosta, su segundo, que tenía el título, me parece, de redactor jefe, era el enlace con los talleres, que estaban allí al lado. Él gritaba los titulares, y los linotipistas escribían al dictado. En un lado, también con un puro muy masticado, estaba Paco Pimentel, un tipo formidable, de una cultura parecida, en lo atrabiliario y en lo muy trabajado, al gramático Rafael Sánchez Ferlosio; Paco corregía las páginas con una discreción a la que afloraba, a veces, la sonrisilla del que sabe que él lo haría muchísimo mejor.

De entre todas esas personas mi preferida era Alfonso García-Ramos, un tipo formidable. Él contaba que en un cabaret fronterizo con La Laguna actuó una vez leyendo un periódico, que subía y bajaba gritando "¡Yepa!" y fumándose un puro. Yo nunca lo vi, pero de aquel hombre, al que quise tanto, me lo creía todo. Tenía, o debía tener, no mucho más de treinta años, pero como yo tenía algo menos de la mitad todo lo que decía o hacía me parecía pensado, dicho o hecho por un veterano. Estaba al mando de una cabeza poderosa, de la que surgían anécdotas, dichos, historias, reales o inventadas, que trufaba con inteligencia y con proverbios sobre el oficio.

Me gustaba tanto escucharlo que en muchas ocasiones yo bajaba a Santa Cruz, desde La Laguna, dejaba las clases y me hacía el encontradizo en la Redacción. El objeto era que, al final de su jornada, me llevara de vuelta a La Laguna en su Peugeot verde, de freno trabajoso y manual. En efecto, me subía, por el camino me hablaba de Cuba, de Estados Unidos, de Fidel, de Kennedy, de Franco, de periodismo, de lo que fuera surgiendo de la actualidad o de su memoria. Cuando llegábamos al Colegio Mayor San Fernando, Alfonso paraba el coche, echando aquel memorable freno de mano, y seguía hablando hasta que pasaba la hora de la comida en el colegio mayor. En aquel tiempo yo leía Rayuela con un rito: que no hicieran la cama ni la habitación mientras yo leyera esa gloria bendita de Julio Cortázar. Y lo mismo me pasaba en la conversación con Alfonso García-Ramos: mientras él hablara, yo era feliz, no necesitaba ni comer.

Luego me llamó Ernesto Salcedo y me vine a EL DÍA, que era el otro periódico que yo leía. Don Ernesto era más adusto, más profesional, en el sentido de que estaba al mando de un periódico lógico, con su empresa y con sus talleres, en un edificio nuevo; parecía un periódico hecho para durar; La Tarde tenía el aire bohemio de los periódicos clandestinos, que se hacían con pasión pero sin empresa; por ahí transitaban locos de la ciudad (como por EL DÍA, cuando éste estaba en la calle del Norte). Lo primero que me dijo Salcedo fue que en EL DÍA tendría una máquina de escribir. Él sabía que en aquel tiempo en La Tarde las máquinas de escribir escaseaban.

Alfonso nunca me reprochó que me fuera; al contrario, él sabía que iba a un lugar más duradero, y nunca perdimos ni la amistad ni, por mi parte, la consideración de que él era mi maestro más querido.

Esto de la máquina de escribir tiene su historia. En EL DÍA había un veterano periodista, Francisco Hernández, tan alto como dos cuerpos míos; llevaba un bigote no muy poblado, que caía sobre su boca irónica y no muy habladora. Él escribía sobre la vida municipal; eran notitas muy escuetas, hechas con gran pericia informativa, sin vuelo en el verso, sin adjetivos, secas y directas como de Hemingway. Él llegaba al periódico de traje gris suave, con camisas claras, se dirigía a su sitio habitual, a la izquierda según el ángulo de las ventanas, sacaba una llave y abría el candado que resguardaba su máquina de escribir. Nadie más tenía esa propiedad en el periódico. La gente guardaba sus cosas en taquillas o en las gavetas de las mesas, pero sólo don Francisco guardaba la máquina de escribir.

Alguien, algún día, profanó la propiedad de la máquina. Yo no fui. Pero era lógico que las miradas fueran al más joven. Aquella máquina parecía un monumento a la propiedad privada, que en los periódicos, en aquellos tiempos y después, nunca ha tenido tanto prestigio.

Yo escribía en cualquier máquina. Para asegurarme que la tendría venía muy temprano a la Redacción, cuando aún estaban recogiendo paquetes nuestros transportistas. ¿Sólo por eso? Confieso que lo hacía, también, en primer lugar porque vivía al lado, en una pensión llena de cucarachas; y porque no ha habido jamás un olor que me gustara tanto como el de las bobinas de papel escupiendo páginas y páginas hasta formar el olor pleno de un periódico. Es el aire que me gustaba respirar, y era mejor por las mañanas muy temprano.