En aquella atmósfera pacífica que era la Redacción de EL DÍA, en el edificio contiguo al que ahora ocupa, entraba todo tipo de gente. A veces asomaban (literalmente: asomaban) personalidades de la política (Jaime de Urzaiz, Rafael Díaz Llanos) o del periodismo (Pedro Fernaud); entrababan brevemente, saludaban a los que estábamos allí, pasaban al cuarto de don Ernesto Salcedo, se iban, y dejaban atrás un rastro de maledicencias o de benevolencias. Como es natural, los políticos se llevaban la peor parte en nuestra maledicencia. Y cuando se iban del todo ya volvíamos a escribir nuestras cosas; Salcedo se quedaba con algunos recados, porque días después teníamos que publicar algunos artículos u otras consideraciones acerca de aquellos próceres a los que el periódico rendía cierta pleitesía. A nosotros no nos gustaba esa gente: nunca dejaban atrás simpatía alguna. Excepto Fernaud, que era un crack.

No siempre venía gente así, yo recuerdo a verdaderos gánsteres que venían a vernos con aviesas intenciones, a los que atendíamos con toda educación sabiendo que detrás de sus palabras había amenazas económicas o políticas a las que el periódico debía mostrarse atento. Uno de esos personajes vino un día muy temprano, y yo estaba solo en la Redacción. Venía de parte de una importante compañía, vecina a EL DÍA, y en sus ínfulas yo advertí pronto que en su espíritu estaba el deseo de humillar al muchacho. Preguntó por los jefes, que no estaban, se entretuvo en mirar al techo mientras hacía juicios de valor sobre algo que hubiéramos publicado, me amenazó personalmente con no sé que dimes y diretes y me dejó temblando.

Cuando ya llegó don Ernesto le dije de qué se trató aquella visita. Él me miró como si me compadeciera, me dejó contarle todo lo que pasó y al final dijo, antes de meterse otra vez en su despacho:

-Ese es un gánster chantajista.

Luego vi a ese hombre en algunos de los numerosos actos a los que el periódico me mandaba, y desde entonces esa palabra, gánster, se asocia a tipos así, que entran en la casa ajena amenazando y riéndose de ti. No logro olvidarlo, y eso que no estoy dotado ni para el odio ni para el resentimiento.

Un día fue Salcedo el que recibió la visita de un gánster, y fue por mi culpa. Yo había escrito una crónica sobre un suceso peligroso que había observado en una sala de fiestas del Puerto de la Cruz, mi pueblo. Un matón de discoteca había apaleado a unos muchachos hasta causarles heridas muy serias. Fue un sábado por la noche, yo estaba presente, hablé con los muchachos, con la policía, con el agresor; hice lo que hace un periodista, y el lunes publiqué la historia en EL DÍA.

Unos días después vino a ver a Salcedo aquel hombre, un francés de carácter displicente y arrogante al que, parece, le sobraban el poder, la fuerza y el dinero; ya había acudido al juzgado, o dijo haberlo hecho, y explicó cuánto iba a pedir como indemnización por los daños causados a su imagen y a la de su sala de fiestas.

A Salcedo aquello le preocupó. Como solía hacer, pues eso estaba en su carácter conciliador, invitó al hombre a cenar una de esas noches, y a la cena debía acudir yo. El abogado de aquel hombre que me pareció un gánster era todo lo contrario, un hombre bueno, quizá uno de los mejores hombres que yo he conocido. Francisco Sánchez, exfutbolista del Real Madrid, abogado orotavense, al que quise y quiero después de su temprana y triste muerte.

El francés de la sala de fiestas siguió pidiendo una indemnización, que superaba el millón de pesetas, creo recordar; Salcedo templó a su manera sus exigencias, y Francisco lo convenció de que en el periodismo no hay amenazas sino recuento, crónica. El gánster no se convenció del todo y Salcedo le prometió arreglarlo. Se arregló haciendo una nueva historia que dejara bien la sala de fiestas, sin hacer alusión de nuevo a aquellos abusos de los que yo había hecho recuento. Para hacer esto último viajé unos días después al Puerto de la Cruz y luego Paco Sánchez me devolvió a Santa Cruz.

Todo había sido muy triste y muy sórdido, y por tanto inolvidable como las noticias terribles. Así que Paco me vio tan triste que me invitó a coñac en la Cuesta de la Villa. Para animarme. Tomamos coñac, o al menos yo tomé coñac. Y tomé tanto que el efecto de aquel coñac, así como la terrible historia que lo precedió, jamás se me han despegado de la memoria. De hecho ahora sigo sin tomar coñac: no puedo ni olerlo, y era hasta entonces la bebida que con mejor agrado tomábamos (¡mezclada con naranja!) Pepe Fajardo, el gran científico, y yo en nuestras habitaciones del Colegio Mayor San Fernando.

Algunos años después, a aquel gánster, que había sido miembro activo de la OAS que no quería la independencia de Argelia, lo mataron cerca de la chercha del Taoro, donde se celebran las ceremonias religiosas de los protestantes.

No me ha abandonado la memoria de ninguno de los gestos de esos gánsteres que vi entrar, con distintos motivos, en la Redacción de mis primeros años. Eran terribles, y no fueron los únicos.