¿Puede crecer y robustecerse una persona, una sociedad, sin un ideal? Mi respuesta es negativa. Pero no solo la mía. Javier Gomá, que dictará una conferencia titulada "La imagen de tu vida" el 20 de junio en el Real Casino de Santa Cruz, a las 20.30 horas, afirma: "Una sociedad sin ideal está condenada fatalmente a no progresar, a repetirse, y a la postre tiende a involucionar".

Y para la vida personal, sirva también la reflexión de don Miguel de Unamuno, quien con su estilo punzante lamentaba el cansancio de tantos que comenzaron su existencia con brío, pero a los que pronto se les desvanecen los ideales "y se dedican a escardar las berzas de su jardinillo interior, el de su alma congestionada de ramplonería. (...) ¡Y qué pronto se ramplonizan aquí los exjóvenes, Dios mío!".

El diagnóstico de Gomá se puede resumir en que el último ideal fecundo fue el que nació de la modernidad. Así, a finales del siglo XVIII y principios del XIX, el hombre descubrió el valor de la subjetividad y que era fin en sí mismo -en la expresión de Kant-, e inició una lucha para conquistar sus derechos como ciudadano libre. En este sentido, el ideal moderno consiguió la libertad política, la democracia, sus derechos e instituciones.

Pero una vez alcanzado esto, desde los años sesenta del siglo XX, aquel ideal libertario y moderno ha caducado, y resulta un sinsentido confundir la libertad política con la emancipación personal. Además, la libertad no constituye la ética, sino solo su preámbulo -sin ella no hay moral-, pues la libertad se puede usar bien o mal, hacer un uso que nos emancipe y resulte civilizador o utilizarla de una forma nada ética, de manera que nos empobrece y contribuye a la barbarie.

Ahora bien, aunque ese ideal libertario no sea contemporáneo, pues no genera creatividad ni ilusión, resulta, de hecho, el ideal hegemónico y coetáneo en muchas parcelas de la cultura de masas. Por ejemplo, en Hollywood, donde siempre presentan modelos que airean en público las vergüenzas más vulgares. Y también en nuestras televisiones. A esto se refería Gomá en una entrevista: "La cuestión no es sólo ser sinceros, como en esos programas de telerrealidad en los que el valor supremo es decirse las cosas a la cara. ¿Y con eso quedas redimido de cualquier insulto u ofensa que digas? Yo prefiero que no me lo digas a la cara, y que refines tu punto de vista. No se trata de ser sincero, sino de ser virtuoso y elegir formas superiores de vida, no sólo las más primarias".

En consecuencia, Javier Gomá propone un ideal de recambio, la Ejemplaridad pública, para reformar la vulgaridad dominante en las sociedades democráticas. Y califica de cobardía moral la resignación ante ese tono vulgar.

Admiro a Gomá por superar el escepticismo decepcionado con su ingenuidad aprendida, por su arrojo filosófico para querer saber y no solo preguntar, por plantear la necesidad de ser libres juntos, por su audacia para proponer educar el corazón y adquirir una visión culta, por su altitud de miras al aspirar a lo sublime, por implicar a todas las personas en su propuesta de ejemplaridad, por su buen humor -por su chistemalismo-, por su ideal cosmopolita que destaca lo que une a todos los seres humanos -su antropología de la mortalidad compartida- y no lo que nos separa -ser varón o mujer, de aquí o de allá, creyente o no creyente...- y por su valentía para escribir sobre la esperanza y sobre la superejemplaridad de Jesús de Nazaret en este mundo desencantado.

Pero este tuit de @Xayme me parece el mejor resumen: "Pasando la mopa, tendiendo ropa, limpiando los baños, pienso en que la filosofía de Javier Gomá me permite ser sublime haciendo todo eso". Lo sublime y lo ordinario juntos: la ejemplaridad al alcance de todos.

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