Existe un sinfín de variedades para esgrimir en la vertiente gastronómica aunque seguramente la más apreciada pueda ser la ostra belon (prototipo de la bretona), cuyo calibre se mide en ceros: una belon 00 tiene el tamaño perfecto. Esta delicada materia prima puede siempre redescubrirse a pesar de los tabúes y reticencias que expresan muchos consumidores potenciales ante una pieza cruda: aspecto, consistencia en boca, temor a la toxina,...

Pero maticemos en la generalidad, que para gustos hay ostras. La gallega, la plana, es más "acuosa" y, por tanto, de sabor más rotundo, mientras que la rizada o cóncava, la francesa, presenta más cuerpo y registros menos potentes; esto puede ser en un caso u otro un hándicap a la hora de tomarlas o rechazarlas.

"Acuoso" que no "baboso"; si partimos de esa sencilla premisa, probablemente empecemos a mirar al bivalvo con otros ojos. Hay aspectos de la carnosidad de una ostra viva, por tanto, que pueden echar atrás al comensal reticente y uno de ellos es la simple definición de la textura en boca.

A eso se refería el escritor irlandés Jonathan Swift, que opinaba que "el primer hombre que se atrevió a comer una fue un valiente". Sin embargo, el género marino y su aspecto no vieron obstáculo para que se sumaran a la aristocracia de los manjares gastronómicos; no olvidemos que otros alicientes de la cocina -caso de la nécora o el centollo- se alimentan precisamente de estos organismos.

"Hubo un tiempo, allá por la Belle Époque, en el que las ostras eran, con la langosta, el caviar y el salmón, la encarnación del máximo lujo que podía ofrecer el mar. Tenían esa aura de glamour, incluso cuando nadie sabía qué era siquiera el glamour. Una docena de ostras y champagne era el no va más", comentaba el maestro gallego Cristino Álvarez (Caius Apicius).

"De alguna manera -opinaba-, ese prestigio las sigue acompañando... aunque, si el baremo que utilizamos para considerar algo lujoso es su precio, hace tiempo que han dejado de serlo: se han democratizado mucho".

A la mesa, está claro que uno de los prolegómenos básicos es el de la apertura de las valvas (hay campeonatos de alto rango), de tal forma que el contenido del "recipiente" nacarado quede indemne de las maniobras con el cuchillo. "El personal especializado, en cuya formación se ha invertido tiempo, dinero e incontables unidades sabe cómo emplear la técnica para no astillar el nácar.

Si bien una ostra formalmente servida en restauración resulta una delicia, el entorno multiplicará las sensaciones en las degustaciones, que es lo que tiene tomarse una docenita con ribeiro o albariño en la localidad pontevedresa de Arcade o en el Mercado de A Pedra, en Vigo.

Por cierto, ¿al natural? ¿limón? ¿aliños? Incluso en tempura. Por de pronto, bien vamos si el cítrico no sirve para enmascarar "anomalías". "Hay que reconocer que el ácido cítrico potencia el sabor que le confieren a las ostras las sales yodadas", asevera Caius Apicius.

Por ejemplo, el aliño francés va genial para la ostra cóncava. Elaboración muy medida y casi con pasos de liturgia a partir de un vinagre suave, fresco, de acidez controlada y casi sin aroma; chalota y, claro está, limón.

Algunos devotos extraen pistas de la dieta mediterránea: aceite de oliva, tomate (de calidad excelsa) y cebollita... En cuanto a aliños, una vinagreta mesurada de frutos rojos puede ir de fábula mientras no mitiguen lo destacable de la carne; el estilo oriental confiere otra expresividad, aparte del picante (en EEUU se usa el tabasco), con dosificación de soja, jengibre y algo de "verde".

Para los que después de leer este reportaje aún continúan reticentes. Este organismo singular condensa, casi como ningún otro, el "spray" marino, la sensación yodada. La consistencia en boca depende de las variedades y también la intensidad de concreción salina, que es inversamente proporcional a la carnosidad.

Por tanto, el sambenito de que si uno se ha indispuesto con una ostra mala, eso queda latente toda la vida, impidiendo probar siquiera una porque reproduciría el malestar, no es cierto. Otra cosa es que seamos alérgicos, que eso sí puede sobrevenir en cualquier momento.

Hay que tener muy en cuenta que estos organismos son impresionantes filtradores (hasta cinco litros de agua por hora), lo que se traduce en una garantía a la hora de consumirlas con la máxima confianza; cabe remarcar que las unidades, antes de pasar al circuito comercial, son debidamente depuradas, por lo que el porcentaje de posibilidades de toxicidad o contaminación para el comensal son prácticamente nulas.

Pues muy bien. Con todas estas referencias no dirán los lectores que nos hemos aburrido como una ostra. Al menos gastronómicamente hablando.

EXQUISITECES DEL MUNDO MARINO

Las ostras forman parte de la dieta humana, al menos de la de los humanos que habitaban las costas, como lo atestiguan los yacimientos de valvas datados en el Paleolítico.

"Hasta hace nada, la ostra más apreciada era la llamada ostra plana (Ostrea edulis, y edulis quiere decir comestible), a poder ser procedente de aguas atlánticas y europeas, especialmente francesas", refresca el periodista gastronómico Cristino Álvarez. Es una ostra carnosa y jugosa, que hoy está un tanto en retroceso. Se cultivan en batea, como los mejillones, pero la verdad es que hoy todas las ostras que se consumen proceden de cultivo.

Lo del maridaje con tan fino elemento admite división de opiniones. Pero el champán, el vino blanco, incluso ciertas variedades de cerveza van muy bien y según la intensidad marina de las piezas. Un champán Brut va fantástico con las ostras más intensas, la gallega, mientras que un blanco tranquilo seco armoniza con la de intensidad moderada (los dulzores distorsionan).

Hoy tienen buen tirón las ostras cóncavas (Crasostrea gigas, también denominada japonesa, y la Crasostrea angulata o portuguesa). De las gigas suenan mucho las llamadas fines de claires, procedentes de Marennes, que proceden de criaderos muy específicos, con aguas de baja salinidad, pero muy ricas en plancton.

Cuestión de ligeros matices