Sin cultura no somos nada. No seríamos lo que somos, con sus pros y sus contras, ni existiría la sociedad, y por lo tanto tampoco existirían las ciudades. Sin comercio tampoco hay ciudad. Comercio es intercambio; antiguamente era frecuente escuchar hablar del "comercio de las ideas" como símil de intercambio intelectual. Se intercambian bienes, servicios y también ideas. El ámbito que mejor facilita este intercambio es la ciudad.

No hay ciudad sin comercio ni sin cultura. La ciudad es el espacio público, y por excelencia, el mercado es nuestra ágora, donde nos encontramos, nos relacionamos y crecemos como sociedad, en el espacio público compartido.

Por eso necesitamos un urbanismo inteligente y sensible en las áreas comerciales urbanas. Necesitamos un urbanismo a escala humana otra vez, que ponga en valor lo existente, que le saque todo su potencial, y que considere y aprecie la importancia de la convivencia que se produce en los centros urbanos en torno al turismo, que nos proteja, que potencie esa hibridación de usos y no una segregación de los mismos, además de la calidad de las intervenciones junto a la normalidad de las cosas sencillas. El urbanismo debe ser una práctica en las ciudades, más multidisciplinar, además de un proceso participativo y generador de iniciativas económicas que ponga en valor la ciudad construida.

La savia de una ciudad es una mezcla de ciudadanos y comercio diario, próximo y diverso, donde podamos encontrar todo lo que cotidianamente necesitamos. Ese comercio próximo está indisolublemente unido a las calles y plazas, a los mercados y a los centros comerciales integrados en el tejido urbano, en general a los lugares donde realizamos intercambios informales. Requiere población, proximidad y diversidad cultural.

Las administraciones públicas tienen que intervenir activamente en la evolución de las zonas que merecen conservarse. No hacer nada o dar más facilidades a la pura y ciega lógica del mercado es una agresión a la ciudad. El poder público, que nos representa a todos, al generar urbanismo, debe intervenir activamente en los procesos de cambio. Para mejorar la calidad de la ciudad hay que regular los usos múltiples de la ciudad y su diversidad de manera que quepamos todos y que todos tengamos oportunidades de salir adelante y tener una vida digna. El capitalismo puede levantar barrios enteros, pero no puede mantener ciudades en pie (veamos el ejemplo de Detroit) sin una planificación pública que piense en el todos, en la ciudad para vivir, y no solo la ciudad para ganar dinero.

La mejor manera de actuar es repensar el espacio público una vez más, porque el espacio público representa la identidad de la ciudad y el espejo de su pasado, desde sus arquitecturas hasta sus monumentos y desde sus procesos de cambio político hasta sus episodios históricos. La cultura moderna que poseemos está modelada sobre esa historia. Repensar la ciudad buscando el equilibrio es el reto. Este equilibro es fundamental para no llegar al fenómeno que se ha venido a llamar "turismofobia". Que se genera cuando se rompe el equilibrio o capacidad de carga de un destino turístico porque visitantes y población local comparten recursos limitados y el mismo espacio público, pero sobre todo se genera cuando la ciudad, que es una experiencia colectiva e interactiva entre ciudadanos, verdaderos artífices de la ciudad, sobre un lugar con identidad propia, no tiene un urbanismo inteligente, veloz y capaz de adaptarse a los tiempos sin abandonar a los ciudadanos a su propia suerte. Barcelona, la ciudad ahora golpeada por el terrorismo, ayer inmersa en una discusión sobre si turismo sí o no, era la ciudad ideal en los tiempos en que Bohigas y Maragall la pensaban y repensaban juntos y escuchaban e implicaban a los ciudadanos en esa creación de todos. Ojalá esa ciudad, y todas las que representan el ideal de ciudad europea, pueda olvidar el terror, ponerse de nuevo su mejor traje de verano, fundido en su molde europeo, y vuelvan a ondear al viento sus toldos de colores y la vida en libertad.