Estoy a punto de cumplir 69 años. Un muchacho que recoge chatarra en mi barrio me echó 55. Otros me echan 73 y hay algunos que se quedan dudando. Al final dicen cualquier edad. La edad no se ve por fuera, aunque ahí haya datos: las arrugas, el pelo, las diversas artrosis, el modo de caminar. La edad se exhibe mejor en la juventud, pero a medida que pasan los años las edades cambian hasta en función del estado de ánimo. ¿Estás bien?, te sientes juvenil. Y si estás mal te sientes centenario.

No quiero hablar de mi edad, no está este espacio para esas autobiografías. Sólo diré que a los 69 años que estoy a punto de cumplir me siento a veces centenario y a veces juvenil; hay mañanas en que me levanto como si estuviera a punto de jugar un partido de juveniles, y hay instantes en el día en que no serviría ni para jugar al dominó. Depende de cosas que ocurran, de desviaciones del humor, etcétera.

Pero ocurrió en España, hace once años, durante la Administración del presidente Zapatero, algo que convirtió la edad en un estigma grave para la ciudadanía, sobre todo para la ciudadanía que ejercía el periodismo. Fue cuando el Gobierno tuvo la ocurrencia de abrir el paso a más de cinco mil profesionales del periodismo a dejar Radiotelevisión Española desde que cumplieran 54 años. Muchos se acogieron a esa medida, porque cuando te proponen irte de un oficio es muy difícil decir que decides quedarte.

Y eso que afectó a tantos trabajadores de la información contagió a otras empresas, Telefónica, la Banca, etcétera, que aligeraron sus plantillas y abrió paso a la existencia de millares de pensionistas que, a una edad en la que es posible aún hacer, se vieron en la calle y sin llavín, como dice el dicho.

Las consecuencias de aquella decisión han sido prácticas: en las redacciones, en las oficinas, se sintió la ausencia de la experiencia que había sido de ese modo extirpada. No porque los jóvenes periodistas, en el caso de RTVE, no pudieran ejercer las mismas tareas que aquellos que se habían ido; podían hacerlo, pero no tenían, lógicamente, la experiencia de haberlo hecho, de conocer la historia de la política, de la cultura, de los hechos, que sin duda los otros se habían llevado consigo y que no estaba tan solo en los archivos. Pues la memoria de la gente, de los periodistas también, es muy variada y muy profunda; los contactos no se hacen de la noche a la mañana, ni se trasladan automáticamente; tampoco se trasladan las impresiones sobre los síntomas de la sociedad, los cambios que se han vivido, etcétera.

Esa gente fue prematuramente echada a la calle; al menos, once años antes de que las leyes vigentes entonces los obligaron. Eso, que afectó sobre todo a aquellos compañeros de RTVE, tuvo un efecto devastador en el resto del oficio. De hecho, poco después otras empresas, del ramo o ajenas a éste, decidieron también, como señalé antes, aligerar sus plantillas. Y poco a poco ese vaivén que tenía a la edad como argumento fue mellando la esperanza de vida activa a los que trabajábamos en el periodismo. El resultado fue un alto grado de desánimo del que no se habla demasiado porque a los periodistas no nos gusta llorar en público.

Yo no lloro en público, pero sí me atrevo a decir que desde que pasó aquel desastre periodístico del que fue la primera afectada la plantilla de Radiotelevisión Española, me pregunto cada día si seré capaz de escribir, de asociar ideas, de contar seguidos un chiste o una historia. En el periodismo anglosajón, francés, italiano o alemán, por ejemplo, a los setenta años puedes seguir ejerciendo; hay grandes veteranos del periodismo que siguen apareciendo ante la pantalla, yendo a las ruedas de prensa, preguntan, firman, hacen crónica, viajan, y son periodistas, activos, ejercientes. A esta edad, en España, te dan un bastón, te sientan en un banco y te ponen, si no te opones, a contar palomas.