El otro día una amiga subía Ramón y Cajal ya casi de noche. Delante de ella caminaba su hijo mayor con cara de pocos amigos, en su pecho agarraba al pequeño con una perreta de mil demonios y con la otra mano tiraba de un triciclo. Al saludarla desde el coche solo acertó a levantarme las cejas y esbozar un hondo suspiro: la compadecí. Tengo algunas amigas que por diversas razones que no ha lugar exponer aquí han tenido la responsabilidad de ser madres y padres a la hora de educar a sus hijos. Pero no es educar, que además es cargar con la responsabilidad económica absoluta día tras día y renunciar a sus propios momentos de tranquilidad porque, sencillamente, no tienen otra opción. Ellas lo han elegido así y son felices, pero hay momentos en que la valentía de poder con todo te revienta en mil pedazos.

Atropellada a clases de mugendo, me tropecé a otra. Mientras ella corría como un conejo, el chiquillo caminaba pasito tuntún y con cara de pocos amigos. Yo creo que si hay algo que las une a todas son esos momentos de desesperación que no pueden compartir con nadie. Una buena amiga tiene sobre sus únicas espaldas el peso de que su hijo decida seguir estudiando o se tire al monte. Son noches de desvelo que vive en la intimidad. Y esa soledad que experimentan todas es terrible. Más que describir sus momentos de angustia, lo que les deseo es decir que son admirables. Y que, aunque crean que nadie se da cuenta, muchos al verlas llegamos a sentirnos hasta unos inútiles.

@JC_Alberto